miércoles, 23 de febrero de 2011

Ella tuvo que bajar su mirada cuando se encontró con la suya. Caminaba en sentido contrario al de ella y desapareció de la misma forma en que apareció, como un fugaz lucero nocturno. No pudo resistirse entonces voltear la mirada y suspirar. Pudo apreciar su espigado cuerpo sumergirse con una cadencia vivaz pero tranquila en el tumulto. Sintió de pronto una intensa excitación. Cuando su figura se perdió completamente en el tráfico, se quedó embotada, como un poste en medio de la marea. Al tomar el metro, desde escuela militar a Baquedano, las mismas miradas opacas habitaban el subterráneo camino, en donde ni un alfiler cabe entre los cuerpos pegados, cuando las miradas se clavan en el piso como estacas y cada cual se espía en los reflejos de las ventanas; la misma masa anónima de siempre, el mismo paso maquinal del tiempo entre cada estación, pero ella conservaba aún su recuerdo como quien guarda el fuego de un rayo en una vela. Al llegar a su trabajo, se sentía animada, aunque un poco inquieta.

Para su sorpresa, al día siguiente se encontró como por arte de magia nuevamente con él; casi a la misma hora y en el mismo lugar. Esa vez lo miró más desenvueltamente. Él llevaba unos lentes de color café que caían esféricamente por sus mejillas, sobre las cuales, apenas se asomaba su mirada. No encontrar su mirada la intrigó aún más; una blanca y amplia sonrisa se esbozó entre sus marcadas comisuras. Ella se sintió hechizada; desapareció de la misma forma que el día anterior; era el mismo camino del ganado, entre las mismas miradas de estatua, pero ella se sentía diferente: incluso podía escuchar la risa de dos ancianos conversando en el otro vagón del metro, y ver a una niña, que se manchaba el uniforme con un centella. Le causó gracia verle la lengua pintada con el colorante del helado. Absorta, de pronto se dio cuenta que el tiempo había transcurrido más rápido y de forma distinta. Llegó a su escritorio, sonriendo a cada uno de sus colegas, siendo correspondida de la misma forma. Aún tenía en su recuerdo su imagen seductora, la misteriosa mirada que se escondía tras sus lentes y su amplia sonrisa cuando se toparon "accidentalmente". Vio desde su escritorio a los auxiliares barrer la crujiente alfombra amarilla y naranja del suelo que anunciaba las introspectivas heladas del otoño. Un viento repentino se llevó las hojas de la palita donde las acumulaba don Pepe. Pudo entonces recordar con mayor exactitud las facciones del rostro del enigmatico personaje que la tenia cautiva. Despuès de un suspiro, intentó forzozamente olvidar su recuerdo, que a esas alturas la distraía. Tomó sus libros, y del tintero sacó una pluma que empezó a deslizar suave y lentamente por el papel, desvirginando su blanca y delgada superficie, como si con ello tuviese una relación erótica que el computador y el teclado no le daban.

Al siguiente día esperaba la coincidencia otra vez. Miró para todos lados en las calles y el metro en su camino al trabajo pero no encontró nada, solo un montón de gente melancólica. Volvió a mirar una y otra vez las mismas miradas tristes de siempre escuchando contra su voluntad el desagradable sonido de los fierros occidados de los autos y el metro junto a un montón de bocinazos del tráfico vehicular. Llegó entonces a su trabajo como de costumbre, sin el candor de los días anteriores. Sus colegas a la hora de almuerzo le hablaban pero ella no escuchaba. Parecía hipnotizada por pensamientos confusos. Era un día helado de nubes y escarcha. Las hojas habían vuelto caer y don Pepe volvía a recogerlas despacito, aletargado seguramente por el frío y su vejez.

Al día siguiente, se prometió evitar pensar en él, pues se le estaba transformando cada dia en obsesion. No pudo conseguirlo, pues mientras más trataba, más ganas tenía de pensar y escribir sobre él, hasta que sus sentimientos fueron tan desagradables, que pensó en darle muerte con su puño y letra sobre el papel; una tozuda esperanza se lo impidió. Pasaron meses, hasta que nuevamente el destino otra vez se lo ponía en su camino...

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