viernes, 21 de mayo de 2010

Clementina

Me lancé a la aventura en busca de los prometidos designios de las musas. Corrí presto y ligero como un gorrión por los altos picos, saltando y eskiando las piedras sueltas que se desprendían, y así, descendí por los glaciares parando a descansar en las praderas. Recogí coloridas flores y nutritivas raíces, penetrando la calma plenitud de un bosque donde vivía Clementina, la de las trenzas doradas.

Contaba el chismoso fauno Dozel, morador de los bosques montañosos, que Clementina abandonó la planicie y los campos de los hombres cuando apenas tenía 14 años. Nadie nunca conoció a su padre y se dice que un tío la sometió a un pervertido régimen. De ello resultó que fuese a parar al húmedo bosque montañoso. Ahí se alimentaba y pasaba los días cuidando de un huerto. Plantaba verdes lechugas y robustos champiñones. Los animales se le acercaban, las aves le cantaban, los grillos le susurraban secretos.

Me iba sintiendo mejor a medida que caminaba por la verde humedad y tocaba una suave melodía, bálsamo para los animales que me guiaban hacia donde dormía lo que mis ojos no pudieron creer. Era hermosísisima. Me quedé horas mirando su silueta, sus esferas, la tierna textura de su piel y los pajaritos que comían del huerto. Cuando despertó, la seguí sin que me pudiese ver ni sentir. Llevaba un cesto repleto de champiñones. Comencé a impacientarme. Alguna vez escuché que la mejor manera de seducir a las musas era con música. Pues bien, en mis manos tenía el cuerno del fauno lujurioso; con música podría llegar directamente a su alma. Puse el cuerno en mis labios, y comencé a silbar una dulce melodía, lenta y cadenciosa. Al escucharme, sus ojos se abrieron como un cielo verde al universo.

Saqué el cuerno de mi boca para decirle:
“oh, no eres tú la bella doncella que escapó de los hombres para encontrar el verde placer?”

Se fue entonces como una culebra serpenteando la hierba. Por suerte Dios mío, la vi entrar a una cueva que al parecer era su hogar. Por un rato me sentí sorprendido, absorto, pero ansioso y feliz de haberla visto. Además, sabía donde vivía! Quise asegurarme de no perderle el rastro jamás; me quedaría durante la noche calculando la posición de los astros, tomando como referencia la Osa Menor, pero aún así temí no verla otra vez. La cueva estaba perfectamente escondida entre los árboles, hundida como un cerrojo bajo las ramas y la tierra oscura; además, era tan pequeña su entrada como la silueta de su dueña. Tomé una madeja de hilo azul que llevaba en mi bolso, y pensé arrastrarlo hasta la salida del bosque. Pero me pareció inútil e insulsa la idea.

Al despertar de aquella noche, el cetro dorado de don Prudencio brillaba con fuerza. Reflejaba una luz molesta que cegó mis ojos. Moví la cabeza y vi que ya no estaba en los verdes bosques de la montaña pero aún sentía las dulces fragancias de Clementina. El viejo Prudencio chistaba los dedos con su larga y blanca barba que arrastraba por el suelo. Me pegó con su bastón en el hombro izquierdo, lo cual me dolió mucho. En tono elegíaco, comenzó a decir lo siguiente:

“Levantaos muchacho, menester es partir, no hay tiempo que perder. La pitonisa os espera y aún nos queda cruzar el pantano y el largo desierto.”

Lo miré con enfado y me dio otro bastonazo.

“No digas nada mocoso. Toma el cetro que os he dado y dejad de refunfuñar. Masturbaros si os place pero vamos”

Me di cuenta entonces, que en mi bolso también guardaba los bálsamos de la musa Trinidad. Tomé uno sin ser visto. Era una aromática hierba del palacio Efidriades. Sin dudarlo, comí un trozo y lentamente las palabras de don Prudencio se ahogaron en un eco amorfo. Volví al bosque encantado de la hermosa ninfa Clementina, que para mi sorpresa, ¡se bañaba desnuda en un celeste manantial!

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