Supongamos que el yo de un niño se halla bajo el influjo de una exigencia instintiva poderosa que se ha acostumbrado a satisfacer y que súbitamente es asustado por una experiencia que le enseña que la continuación de esta satisfacción traerá consigo un peligro real casi intolerable. Debe entonces decidirse, o bien por reconocer el peligro real, darle la preferencia y renunciar a la satisfacción o bien, por negar la realidad y pretender convencerse de que no existe el peligro de modo que pueda seguir con su satisfacción. Así, hay un conflicto entre el instinto y la prohibición por parte de la realidad. Pero en la práctica, el niño no toma ninguno de estos caminos o más bien, sigue ambos simultáneamente... las dos partes en conflicto reciben lo suyo: al instinto se le permite seguir con la satisfacción y a la realidad se le muestra el respeto debido. Pero todo esto ha de tener un costo; este éxito se logra a costa de un desgarrón del yo que nunca se cura, sino que se profundiza con el paso del tiempo.
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Un niño, cuando tenía 3 años, llegó a conocer los genitales femeninos cuando fue seducido por una niña mayor que él. Después que estas relaciones quedaron rotas, continuó la estimulación sexual practicando con celo la masturbación manual; pero fue pronto sorprendido en esto por su enérgica niñera y amenazado con la castración, cuya práctica fue atribuida, como de costumbre, al padre. Así, se hallaban presentes en este caso las condiciones calculadas para producir un tremendo susto... el resultado habitual es que el niño obedezca la prohibición, o bien completamente, o por lo menos en parte (es decir, no continúa tocando sus genitales)... sin embargo, podemos aceptar, que nuestro paciente sigue otro camino. Creó un sustituto para el pene que echaba de menos en las hembras; es decir, un fetiche. Haciéndolo así es verdad que negaba la realidad, pero había salvado su propio pene. En tanto no se veía obligado a reconocer que las mujeres habían perdido su pene, no tenía necesidad de creer la amenaza que se le había formulado: no tenía que temer por su propio pene y así podía seguir tranquilamente con su masturbación. Esta conducta nos llama la atención porque es un rechazo de la realidad, un procedimiento que preferimos reservar a la psicosis. Y en la práctica no es muy diferente. Pero detendremos nuestro juicio, porque en una inspección más detenida descubriremos una diferencia importante. El niño no contradijo simplemente sus percepciones y creó la alucinación de un pene donde no lo había; solo realizó un desplazamiento de valores: transfirió la importancia del pene a otr parte del cuerpo, un procedimiento en el que fue ayudado por el mecanismo de la regresión... desarrollando un intenso temor a que su padre le castigara.
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