“…durante el primer reinado de Jorge I (1660-1727), al presentar la nueva ley mediante el discurso real ante el Parlamento, Walpole declaró que "es evidente que nada contribuye tanto a la promoción del bienestar público como la exportación de productos manufacturados y la importación de materias primas extranjeras”
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La convicción de que el libre comercio bajo su modalidad contemporánea “neo liberal” es capaz de desarrollar a todas las naciones equilibradamente, resulta, por decirlo poco, engañosa. El énfasis tecnocrático y globalizante de la ideología neoliberal pretende hoy día reducir al mínimo la intervención estatal sobre las inversiones y la “libre competencia”. Es así, que ante el reclamo de los países no desarrollados y los países en vías de desarrollo (del segundo mundo, como podría ser Chile o Brasil), el discurso neoliberal esgrime sus respuestas no solo desde el punto de vista del desarrollo económico sino también desde el punto de vista moral; se arguye con demasiada ligereza que la naturaleza humana es y debe ser éticamente libre para el ejercicio justo e igualitario de la democracia, y viceversa, que la democracia es el sustento político para el ejercicio inquebrantable de la libertad. Bajo ese prisma resultan aberrantes e incluso censurables las posturas que abogan por el intervencionismo estatal o por alguna ideología alternativa. Los intervencionismos atentan, desde el paradigma neoliberal, contra el derecho y el ejercicio legítimo de la democracia y la libertad individual; sin demasiadas razones se concluye que el intervencionismo menoscaba el desarrollo y la posibilidad de disminuir la desigualdad. Ahora bien, es preciso plantear la pregunta sobre los verdaderos fines con que se implementa el libre mercado, pero más importante aún, resulta imperioso saber cómo las naciones ya desarrolladas lograron su estatus privilegiado en el concierto mundial. Se tienen en vista los siguientes desafíos: disminuir las desigualdades, acabar con la pobreza y lograr un desarrollo sustentable, pero primero hay que señalar las coordenadas desde donde esto se hace posible.
Ha-Joon Chang intenta dar una explicación a la segunda pregunta. Precisamos saber cómo las naciones desarrolladas han logrado su riqueza para saber el para qué de su ideología, el fin de la política que promueven; valga la observación que dicha promoción llega la mayoría de las veces a la guerra y a formas atroces de explotación. Un ejemplo en la historia de esto lo representa muy bien el poderío de EE. UU. sobre gran parte de latinoamericana y sobre otra importante fracción de estados africanos y asiáticos. Sin embargo, la fuerza del “neo-liberalismo” estadounidense como política del laissez faire funda la bases de su poderío en una situación radicalmente opuesta.
Si el Chile del siglo XIX estuvo marcado por el dominio de los ingleses (para la extracción del salitre), el siglo XX estuvo marcado por el dominio de un laissez faire estadounidense. Esto nos remite a su vez a los orígenes de su hegemonía continental. Cuando en 1898, Cuba y Puerto Rico luchaban por su independencia, Estados Unidos entró en ellas con el único fin de colonizarlas. Aumentó de esa forma su influencia sobre nuestro continente, extendiendo sus bases estratégicas al sur y al oriente: apoyando Golpes, estableciendo centros de espionaje, endeudando a los Estados más pobres y promoviendo su ideología de laissez faire en las universidades. La divisa estadounidense entró de ese modo a Chile como si fuera la panacea, lo mismo que su tecnología y su cultura. En los años 70 condenó la revolución estatal del socialismo allendista , llegando incluso a perseguirla con un Golpe sanguinario. Tras 17 años de dictadura y con la vuelta de la democracia en los 90, se firmó el 2003 un tratado de libre comercio entre ambas naciones, sin embargo: ¿cómo pudo EE. UU. acumular tanta riqueza y llegar a semejante poderío? ¿Mediante una política del laissez faire acaso?
"Una vez que se ha alcanzado la cima de la gloria, es una argucia muy común darle una patada a la escalera por la que se ha subido, privando así a otros de la posibilidad de subir detrás. Aquí está el secreto de la doctrina cosmopolita de Adam Smith... de su gran contemporáneo William Pitt, así como de todos sus sucesores en las administraciones del gobierno británico."
Conviene detenerse un instante sobre este punto, sobre las bases teóricas del pensamiento liberal, para de ese modo continuar el examen de los mecanismos con los que las naciones desarrolladas han alcanzado su supuesta “gloria”. En un estado de libre competencia o de laissez faire, argumentan los liberales que el lucro tiende siempre a un mínimo; esa situación hipotética, por sí sola restringiría la formación de los monopolios y los consecuentes abusos de sus dueños sobre los obreros. La libre competencia es el único mecanismo que debe operarse entonces como medio y como fin: los Estados deben velar únicamente por mantenerla. Retribuciones salariales justas en ese contexto son el efecto proporcional a un estado de crecimiento y de apertura a las nuevas fronteras. La época en la que pudo plasmarse mayormente este fenómeno fue en la segunda mitad del siglo XIX; Ha-Joon Chang lo señala así: “Entre 1860 y 1880 muchos países europeos redujeron sus aranceles sustancialmente. Al mismo tiempo, la mayor parte del resto del mundo tuvo que practicar el libre comercio a la fuerza por el colonialismo y los tratados en condiciones de desigualdad en el caso de unos pocos países formalmente independientes, como los países latinoamericanos, China, Tailandia (la antigua Siam), Irán (Persia), Turquía (el imperio Otomano de entonces) e, incluso, el Japón hasta 1911. Por supuesto, la excepción era EE. UU., país que mantenía tarifas muy altas incluso durante esta época.”
Hay que advertir que en esta época ni los salarios fueron más justos ni el ser humano se hizo más libre. Al contrario, los magnates se hicieron más poderosos, los pobres más miserables y los recursos más escasos (producto de su excesiva explotación). A la crítica de Marx se sumaron las voces de la Iglesia , la anarquía, etc., las cuales denunciaron el inminente colapso del sistema. No pretendo extenderme mayormente en la crítica del marxismo al liberalismo, pero sí me parece importante señalar brevemente la solución opuesta que propone, en cuanto que, el intervencionismo estatal es condición necesaria para el ahorro y el desarrollo de una nación. Vemos, en ese sentido, que países que no estaban desarrollados hasta el siglo XX, como India, China y Japón, ahora lo están. ¿Cómo llegaron esos países a competir con el poder hegemónico de EE. UU. e Inglaterra en el pasado siglo?
Ha-Joon Chang, echa un vistazo más o menos detallado sobre cómo han forjado los países desarrollados su poder. Describe más específicamente la situación de EE. UU., Inglaterra, Francia, Alemania, Países Bajos, Suecia, Suiza y Japón, argumentando que la mayoría de ellos debió centralizar su poder para desarrollarse. A excepción de Suiza y en alguna medida Países Bajos, el resto de los países debieron tomar medidas proteccionistas sobre sus recursos y sus industrias para alcanzar el primer mundismo del que se vanaglorian en la actualidad. Gran Bretaña, por ejemplo, fue uno de los primeros países en desarrollar medidas de protección sobre sus industrias; de hecho, ya en el siglo XIV, gracias a la protección de su manufactura lanera, logró transformarse en su principal exportador. Si bien el papel de Suiza fue liberal, se negó de todas forma, hasta 1907, a implementar una ley de patentes sobre las ideas alemanas que importaba y copiaba del exterior. Asimismo, Países Bajos (considerada durante el siglo XIX como una de las economías menos protegidas de Europa) no logró desarrollarse sino “gracias a sus regulaciones mercantilistas agresivas en la navegación, la pesca y el comercio internacional”. El caso de Japón resulta más interesante aún por la brusquedad de sus cambios. Ha-Joon Chang señala sobre este respecto que “poco después de la apertura forzosa a los americanos en 1853, el orden político feudal de Japón se derrumbó y un régimen modernizador fue establecido después de la llamada restauración Meiji, en 1868”.Mediante tratados desiguales, se impidió hasta 1911, que Japón elevará su tasa arancelaria más del 5%, por lo que dicho país, debió diseñar estrategias de desarrollo alternativas para proteger sus industrias de las extranjeras. Estableció para ello plantas piloto, “particularmente en la construcción naval, la explotación minera, el sector textil y la industria militar. La mayor parte de estas empresas se privatizaron en 1870, pero el Estado las siguió subvencionando… Posteriormente se estableció la primera fundición siderúrgica moderna, se desarrollaron los ferrocarriles y el telégrafo.” Mención honrosa merecen los Estados alemanes y franceses en lo que a intervencionismos se refiere. El pensamiento mercantilista de Colbert incidió fuertemente sobre el poderío de Francia en el siglo de las luces, y por su parte “en 1879 el canciller de Alemania, Otto von Bismarck, introdujo un gran aumento de aranceles para fundamentar la alianza política entre los junkers (terratenientes) y los empresarios de la industria pesada”; de esta forma, Alemania logró unificarse parcialmente para luego luchar por su unificación definitiva bajo la forma ideológica del nazismo. EE. UU., a su vez, intervino en el conflicto, aliandose a las naciones vencedoras y jugando en ello un papel fundamental. La derrota del tercer Reich y del imperialismo japonés fue contundente. Ganó de ese modo EE. UU. un protagonismo solo comparable al de Gran Bretaña en el siglo XIX. Efectivamente, después de la segunda guerra mundial, Europa del Este, Asia, África del norte y Alemania, se repartió entre las naciones vencedoras, pero fundamentalmente: entre la Unión Soviética -nación federada que ejerció un fuerte control sobre Europa del Este y medio Oriente-, y EE. UU., quelogró por su parte, ejercer su poderío de “libre competencia” en lugares como América latina, Europa occidental, África, y últimamente, en algunos de los países que se disputaba con la Unión Soviética hasta su caída en los años 90 (Arabia Saudí, Afganistán, Irak).
Ha-Joon Chang advierte que igualmente hay economías que se pueden desarrollar desde una política del laissez faire; tal es el caso de Hong Kong y Suiza. En determinados momentos de la historia resulta necesario que las naciones se abran al mercado; en lo que también hay consenso, es que la mayoría de las naciones desarrolladas de la actualidad debieron intervenir sus industrias -al menos en una etapa germinal- para la posterior ampliación de sus mercados con Estados del tercer y del segundo mundo. Hay casos incluso, en que por excesivo proteccionismo, países como la Unión Soviética o el mismo Estados Unidos (1) han llevado sus economías al colapso. Parece necesario entonces tomar medidas liberales para momentos en que la superproducción sobrepasa las fronteras mercantiles y una medida de protección cuando las inversiones extranjeras amenazan a las locales. Jhon Maynard Keynes, sostiene sobre este respecto que en el escenario actual, ya no es resulta necesario el ahorro estatal. El intervencionismo vendría a ser un obstáculo que aumenta las desigualdades porque acelera el proceso de destrucción bélica del capital inutilizado por el ahorro y la intervención fiscal. Concluye de esta forma: “hemos demostrado que la extensión del ahorro efectivo está determinada necesariamente por el volumen de inversión y que éste se fomenta por medio de una tasa de interés baja… Así, lo que más nos conviene es reducir la tasa de interés hasta aquel nivel en que haya, proporcionalmente a la curva de eficacia marginal del capital, ocupación plena.”
Llegando al epílogo, ya se puede dar una respuesta satisfactoria sobre la segunda pregunta que se planteó al comienzo, a saber: ¿con qué fin se implementa una ideología política y a quiénes beneficia?. La estatalización de Codelco, por ejemplo, benefició a los chilenos más allá del “inmediatismo” neoliberal de su época, de suerte que incluso hoy día podemos gozar de sus recursos, sin embargo, con esta medida se ven privados de introducir, comprar y producir sus mercancías, con un costo arancelario disminuido, los inversionistas (desarrollados y no desarrollados) del extranjero. ¿Hasta qué punto entonces, resisten los intervencionismos estatales las presiones de los inversionistas extranjeros? Y viceversa ¿hasta qué punto puede resistir la libre competencia las presiones nacionalistas de quienes aspiran legítimamente a desarrollar sus industrias? ¿No se cometen acaso, en nombre del intervencionismo y del laissez faire los mismos atropellos? ¿con qué derecho se atribuye a la libre competencia el valor de la libertad, denostándose a la vez los intervencionismos como si fueran formas de totalitarismos y de esclavitud? El Golpe del 73 nos enseña con claridad que también por la libertad patriótica se cometen horribles fechorías. En definitiva, si se tiene por desarrollo la prosperidad humana íntegral, es decir, en su condición económica (del derecho a adquirir múltiples bienes mercantiles) y en su condición social (del derecho a ser instruido, de acceder a medidas sanitarias y de restringir la desigualdad), hemos de precisar que para el cumplimiento de la primera condición resulta conveniente la política del laissez faire (teniéndose como mayor peligro la inestabilidad y la desigualdad entre ricos y pobres) mientras que para el cumplimiento de la segunda, gozan de mayor eficacia las medidas de carácter proteccionistas (teniéndose por peligro mayor el atraso y el estancamiento).
Hipotéticamente, alguna vez acabaremos con la pobreza y disminuiremos la desigualdad entre las clases y las naciones del mundo; sin violencia, quizás, y gradual y flexiblemente; sin embargo, surge la pregunta legítima sobre cuánto tiempo resiste un estado de desarrollo de ese tipo y sobre qué debe hacerse para que la explotación del planeta para la obtención del desarrollo humano en su conjunto, sea la menos dañina y la más sustentable en el tiempo para las generaciones del porvenir.
(1) El resultado del Estatuto Smoot-Hawley fue exactamente contrario al que pronosticaban los políticos que lo habían impulsado. Lejos de aumentar la producción local por el cierre de las fronteras a los productos extranjeros, se produjo un verdadero colapso. Los demás países del mundo respondieron al proteccionismo estadounidense elevando sus propios aranceles. El comercio internacional mundial cayó en más de 60 por ciento entre 1929 y 1934.
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PARAFRASIS DEL TEXTO DE OLAF DEL REAL
Se supone entre los académicos en sus teorías librecambistas, que el Estado debiese tener la mínima ingerencia posible en las relaciones mercantiles de las personas. Detrás de este supuesto opera el principio de que la pobreza jamás será superada si se le confía su destino al intervencionismo estatal. La programación política debe ejercer entonces al mínimo su influencia sobre el itinerario del dinero, los bienes de consumo y los recursos humanos y defender más bien el espíritu de superación de los individuos.
Dados los notables avances de la teoría evolucionista se pudo dar un argumento científico que reemplazó los determinismos religiosos por la ley del más fuerte. La idea de que el Diablo era el responsable de la desigualdad entre ricos y pobres fue reemplazada por la idea de que esta era una situación biológica natural y justa. De este modo fue posible argumentar que la pobreza era necesaria, incluso, para el orden político. Desde la teoría neoliberal la pobreza es provechosa para los ricos tal como es necesario el alimento para un lobo y la comodidad para un león. El rico precisa del pobre para mover sus industrias y viceversa, el pobre necesita del rico para que lo contraten, lo dirijan y lo mantengan. Bajo la ley de la supervivencia resulta legítimo que haya desigualdad. Si se tiene como principio motor el deseo ilimitado de los individuos para consumir y apropiarse del territorio como formas naturales de adaptación, el intervencionismo estatal no haría otra cosa que atentar contra nuestra naturaleza competitiva. Sin embargo, ¿no es la moral un acto legítimo de la sociedad para restringir nuestra naturaleza y evitar que la libertad se convierta en libertinaje?
Hay una situación que no se puede desmentir. La libertad humana genera ella misma diferencias, y en consecuencia, desigualdad. Además, el concepto de riqueza es siempre relativo. Para una persona sencilla materialmente, la riqueza la vendrá a representar seguramente aquello de lo que carece radicalmente, es decir, las cosas materiales. Una vez conseguido lo que deseaba para dejar de sentirse pobre, verá con asombro que todavía habrá cosas que otros tienen y que él no, situación problemática de desigualdad que desembocará en un sentimiento de pobreza. En la medida que el deseo sea libre, la persona siempre tendrá algo que envidiar; y por supuesto, algo de lo cual jactarse frente a los otros; será pobre para los que ostentan lo que él no tiene, y rico frente a los que carecen y desean sus bienes. La libertad de las competencias engendra entonces la envidia, los celos y el territorialismo, al mismo tiempo que el igualitarismo engendra el apetito por diferenciarse. ¿Cómo es posible comprender los escenarios de colonialismos, crisis y guerras si no es bajo esta concepción dialéctica en que los bienes no siempre son compartidos?
Para el igualitarismo el poder se deposita en un espacio divino en el que prevalecen las semejanzas (e incluso la falsía de la igualdad absoluta) por compartir todos una misma ley, del Dios todopoderoso. Sin embargo, igualmente divino parece ser el demonio liberal en su lucha por diferenciarse de la mayoría (e incluso de la totalidad). Si el igualitarismo nos señala que hay que compartir, el diferenciacionismo nos advierte que es necesario y justo competir. Luego, si la exclusividad confiere al hombre el poder de someter a los más débiles para apropiarse de los bienes de consumo y de sus fuerzas productivas, la misma guerra (institucionalizada en fuerzas armadas de defensa y ataque) se legitima como medio de competencia por la sobrevivencia.
Es así cómo la desigualdad ha llegado a ser preocupante incluso para los países desarrollados. Así lo demuestran al “sugerir” la adopción del modelo liberal del laisse faire: con el supuesto fin de que las naciones más débiles se desarrollen también. En posesión de los bancos mundiales librecambistas, pre-determinando el valor de la moneda de cada país en un “complejo” y “objetivo” sistema de préstamos, intereses y deudas, controlan la inversión y el desarrollo (mono-oligo-pólico). No se ha de permitir el proteccionismo sobre las industrias locales porque dicha medida supuestamente atentaría contra el desarrollo. El gran argumento que esgrimen los países desarrollados librecambistas es que la mercancía tecnológica que ellos producen resulta esencial para lograr mayor eficiencia en la producción. Luego, la eficiencia en la producción genera mayores niveles de competitividad, libertad de acción y adaptación dominante sobre la administración y usufructo de los recursos; la mercancía tecnológica, por el hecho de añadir eficiencia a la producción, tiene un costo añadido (plusvalía) mucho mayor que las materias primas a las que nos vemos condicionados a producir.
Vendría a ser una actitud antinatural, poco adaptada a nuestros tiempos, atentar contra el valor sacramentado de la democracia liberal, oponiendo resistencia a la extraccion de materias primas sin el ingreso de tecnología. En nombre de la libertad y el poder democrático, se nos dice que el libre cambio es la mejor y la más justa medida de competencia, supuesto implícito de alcanzar algún día un estatus elitista (diferenciación manifiesta de dominio tecnológico de unos pocos sobre la mayoría).
.Los signos de buena voluntad que muestran los “grandes” nos hacen pensar en la honestidad de sus propuestas. El laissez faire, si bien, puede beneficiar a los países pequeños momentáneamente, en el fondo, lo trascendente es que el costo de las materias primas que les debemos suministrar es mucho menor que el de la maquinaria tecnológica que ellos manejan. Al condenarnos así a aceptar su superioridad tecnológica, aceptamos también su influencia bancaria como condición de que ellos nos dirijan en el proceso de producción y de que nos vendan o presten sus mercancías a un valor altísimo. Así pues, la mano de obra calificada de sus empresas, es decir, la gente que puede operar la tecnología, debe primero calificarse en algún instituto técnico o en alguna universidad o academia. De ello resulta que sea esencial educar tecnológicamente a la gente. Nos puede dar cuenta de este movimiento la creciente demanda por carreras ingenieriles con su correspondiente proliferación de universidades enfocadas en la investigación tecnológica. Surge entonces la pregunta de si las políticas económicas del laissez faire favorecen la tecnificación educacional de todos los países o no. Todo parece indicar que sí, sin embargo, cada vez la demanda por educarse cobra mayor volumen en un escenario en el que no necesariamente son los más aptos los que pueden educarse (para calificarse incluso a nivel dirigencial). La posibilidad de educarse o no en el escenario librecambista, dado que la calificación resulta la mercancía más apetecida, depende de un asunto mercantil. Si el mercado, en su eterno juego de oferta y demanda, regula por si sola el valor de la mercancía, resulta que la educación, al ser un bien preciado, tendrá en el mercado un costo altísimo. Eso es lo que ocurre al menos en esta parte del planeta. Sólo pueden acceder a educación de calidad los hijos de los ricos o el pobre que sacrifica su vida, estudiando y endeudándose hasta las patas para comprar el derecho a su calificación.
El libre mercado opera como un medio de control de las naciones más fuertes sobre la administración y el usufructo de los recursos, fundamentalmente por la calificación técnica de su mano de obra y la calificación académica-teórica de sus dirigentes. Ocurre este fenómeno en la minería, la pesca, la siderurgia, los servicios, etc. Con sobresalientes ventajas de calificación educativa, compite el inversionista extranjero con las industrias locales de los países donde se sobreexplotan sus materias primas para la manufactura y el consumo agrícola. En ese sentido, ¡cuánto se tuvo que pelear para que los inversionistas extranjeros pagaran un royalty! No fue sino hasta el 2005 en que se pudo subsanar esa desigualdad; ahora bien, se propone con demasiada ligereza -los inversionistas extranjeros se empiezan a frotar las manos- que Codelco se privatice, para aumentar de ese modo la eficiencia y la competitividad tecnológica del país. La postura que debieran asumir los Estados locales en la administración de sus riquezas, es la de descentralizar las mercancías y el saber tecnológico para su ingreso, favoreciéndose también el intercambio de ideas, pero, asumiendo de antemano que también deben tomarse políticas de protección a sus industrias, para que de ese modo puedan desarrollarse sin que las aplasten. Mediante subvenciones o proyectos pilotos esto es posible. Protegiendo empresas locales para el enriquecimiento del Estado como lo es en la actualidad Codelco, tratando de atentar lo menos posible su desarrollo tecnológico y considerando su sustentabilidad ecológica.
Resulta imperioso intervenir la educación a un grado tal, que los más aptos y no los más ricos tengan derecho a tecnificarse por sobre los que no lo son. El Estado, si quiere trascender el progreso mercantil del momento hacia una forma sustentable de desarrollo, debe ponerse fuerte a la hora de restringir los intereses mercantiles e individuales de quienes ostentan hoy día el poder. No es responsabilidad de las empresas extranjeras velar por la seguridad y bienestar de sus trabajadores ni por el porvenir del ecosistema, sino más bien, es ésta una función exclusiva del Estado: velar por el desarrollo justo y sustentable de su economía; el libremercado por sí solo no puede ni debe controlar esta situación.
Ha-Joon Chang , señala que las libertades de los países desarrollados en sus políticas de mercado son una historia más bien nueva, ya que lograron en realidad su posición privilegiada en el concierto mundial, no con esa filosofía que hoy defienden, sino más bien con lo contrario.
Un examen más atento a la historia del capitalismo revela sin embargo… [que]…cuando eran países en desarrollo, prácticamente ninguno de los países hoy desarrollados practicaba el libre comercio (ni una política industrial de liberalización como contrapartida doméstica) sino que promovía sus industrias nacionales mediante aranceles, tasa aduaneras, subsidios y otras medidas.
Los ejemplos que revelan las políticas de los países hoy desarrollados de proteccionismo al inicio de su desarrollo industrial, son numerosos, según lo demuestra el autor. Pero el problema aquí no es de corte moral; no importa la incoherencia entre el discurso de unos países y su propia historia sino más bien, que los países puedan elegir libremente sobre las políticas que les convengan. Así, vemos que China ejerce un fuerte control sobre su industria agraria pero que igualmente se abre comercialmente a las inversiones extranjeras. La ley del más fuerte, en ese sentido, se restringe con un control estatal aplicado sobre algunas cosas, y sobre otras, aplica más bien una política de laissez faire. El tema de fondo, entonces, es el siguiente: ¿han de incurrir las naciones no desarrolladas en el mismo pecado del totalitarismo para desarrollarse? Mi apuesta es la siguiente: que los países no desarrollados puedan elegir los rubros sobre los cuales aplicar medidas proteccionistas. Por ejemplo, Chile ha hecho un tremendo negocio protegiendo la industria de su minería con Codelco. En ese sentido, debiese ser posible encontrar un punto intermedio, entre el intervencionismo y el laissez faire, aplicado cada uno diferenciadamente en distintos rubros, para que no se atente contra la libertad de desarrollo mercantil y tecnológico de una nación, pero donde tampoco se impida, por el libertinaje déspota de unos pocos, que la industria local pueda desarrollarse.
Hay que ver con amplitud de miras y dejar de pensar que las condiciones actuales son las mismas que las de antaño. Que los países desarrollados hayan intervenido sus industrias no significa que deban seguir haciéndolo; de hecho, resulta legítimo que abran sus fronteras, que busquen nuevos horizontes. Lo que no es admisible es que en esta búsqueda impongan su sistema librecambista, que no permitan a las naciones con las que pretenden hacer sus negocios elijan el modo con el que desean desarrollarse. Dudo, por otra parte, que los países hoy desarrollados se abstengan de echar mano al poder soberano del Estado para proteger sus industrias. Sin ningún remordimiento, por ejemplo, EEUU compró el 60% de la General Motors tras la última crisis financiera que sufrió ese país. De este modo, no es del todo cierto que los países hoy desarrollados hayan pateado la escalera, sino más bien, que la arrastraron hasta el lugar donde se habían encaramado con su ayuda, para usarla luego a discreción ante una nueva situación de crisis.
En mi opinión, centrar la discusión en el discurso político histórico de los países hoy desarrollados no es una vía de solución eficiente. Por supuesto, cada aporte que se de con la intención de entender mejor el problema de la pobreza y solucionarlo pronto tiene un gran valor intrínseco, se esté o no de acuerdo con su contenido específico. Además, no se puede dudar que el discurso político tiene gran influencia tanto en el bienestar actual y la sensación de seguridad como en las esperanzas a futuro de las personas. Más nefasto me parece a mí el efecto de la excesiva acumulación de patrimonios ociosos en manos de quienes son presa de incertidumbres y miedos. Es fácil, atendiendo a las palabras de John Maynard Keynes , llegar a pensar incluso que fue esa la actitud que provocó la primera guerra mundial. Pero no porque un hecho anteceda a otro el primero será causa del segundo. Más bien, diría yo, la mentalidad del interés compuesto, el ahorro y la austeridad, son producto de una situación de desequilibrio de poder, que arrastra a las naciones desarrolladas a una expansión colonial. Un período de una bonanza semejante a la del colonialismo trae consigo la idea de que difícilmente se obtendrá otra vez semejante botín, y de que es necesario ahorrarlo para épocas venideras de crisis y escasez. Un fondo de ahorro permitiría de ese modo ejercer un dominio futuro sobre el resto de las naciones. Esta situación desigual, en la que el capital ahorrado garantiza la estabilidad futura únicamente del más fuerte, es la que condujo a las naciones a su situación beligerante en el siglo XX. Al dinero habría que dejarlo circular para que todos puedan usufructuar en alguna medida de sus beneficios. ¿Pero es esto posible en una situación en la que los individuos, por naturaleza querrán utilizar sus fondos para beneficio propio?
El aprovisionamiento, si bien es la respuesta natural y sensata de protección ante una eventual crisis, es también la forma de engendrar miedo, parquedad y estancamiento en el desarrollo de un país, en el sentido movedizo que requiere el circulante para que no se acentúen las diferencias. Ahora bien, como se señalaba más arriba, es de suma importancia restringir los lujos y el despilfarro abusivo de los más poderoso con tasas arancelarias altas, pues de otro modo, el fondo de ahorro se prodigaría nada más que para el beneficio momentáneo de unos pocos. Para políticas de laissez faire, no hay que olvidar que la circulación del capital, es capaz no solamente de poner en circulación los productos, sino también, de saturar la ocupación. Por eso el ahorro individual no debe transformarse en la principal motivación de las personas para producir. Tampoco resulta beneficiosa la especulación catastrófica de un mundo para sobrevivientes, pues esto iría en desmedro de la sana ambición y de la competencia. Desde un punto de vista intervencionista en cambio, debería protegerse fuertemente el derecho a la educación y la salud, y subsidiarse una parte significativa del sector agrícola, de algunas materias primas y del desarrollo tecnológico para la competitividad de las mismas en el escenario mundial
Llegando al epílogo, se puede concluir que la política de libre mercado es la que mejor se adapta a los intereses de los países ya desarrollados, pero ello no implica que no sea una medida beneficiosa también para los países más pobres. La incorporación de tecnología junto con el conocimiento de su operabilidad y manufactura, permite una mayor cualificación en la productividad de las industrias. Ahora bien, esta situación de libertad debe ser restringida con el fin de disminuir la desigualdad, pero no así la pobreza, pues como vimos al comienzo, el concepto de libertad es incompatible con la igualdad fraterna. A lo único que se puede aspirar entonces es a establecer los márgenes de una pobreza más digna, la cual, a su vez, debe constantemente revisarse y adaptarse a la situación de progreso y beneficio de los más ricos, pero siempre considerando que también es posible evadirse de una situación comparativa que engendre imaginariamente una pobreza irreal. Resulta, en ese sentido, necesario únicamente velar por los intereses de los más pobres mediante leyes laborales que los favorezcan proporcionalmente al esfuerzo que realizan. El efecto de medidas que apunten a eso será doble: por una parte, se creará la sensación de que, mediante el ejercicio libre de las habilidades para la producción de un bien, es posible el progreso y el desarrollo, intervenido en algunos aspectos por el Estado para la protección natural de sus industrias, y liberalizado en otros ámbitos para que no se estanque ni tecnológica ni ideológicamente. Esta es la postura que debiera tomar Chile como nación en vías de desarrollo. Encontrar su punto de equilibrio en lo que a intervencionismo y librecambio se refiere.
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Olaf del Real:
"El panorama político económico actual presenta una aparente contradicción. Se supone, tanto entre los académicos en sus teorías como en las prácticas de la mayoría de los países desarrollados, que el estado debería tener la mínima ingerencia posible en las relaciones mercantiles de las personas. Detrás de este supuesto se esconde el principio de que la superación de la pobreza jamás será posible de lograr si se le confía su destino a la programación política consciente del itinerario del dinero, los bienes de consumo y los recursos humanos en vez de a la energía natural del orgulloso apetito de superación de los individuos. Dados los notables avances de la teoría evolucionista -que ha logrado argumentar contra la verdad religiosa de mayor asidero entre los devotos, los rústicos y los niños: la de que los seres que habitan el mundo han sido creados por Dios tal y como los conocemos-, el principio anterior cobra una fuerza insospechada. Se tiran por la borda incluso consideraciones de tipo moral, haciéndose posible argumentar que la pobreza es necesaria y es natural sacar provecho de ella, tal como es necesario el alimento -digamos, el cordero- y a la vez natural el hambre de lobo por depredarlo. Si la cosa se nos presenta con esta naturalidad y usando estas fabulas de la vida salvaje para ilustrarla, pasa algo muy persuasivo. Los animales, absueltos de las manos de Dios en esta competencia, despiadada pero justa, por la supervivencia no solo han logrado permanecer incesantemente en la historia del mundo (tal vez no en periodos planetarios, pero sí en humanos), sino que además -en un pésima interpretación de lo que dicen los teóricos de la evolución- se han adaptado, superándose a sí mismos como especies y haciéndose cada vez mejores los especímenes. Luego, si los animales han logrado este éxito sin que nadie los cuidara ni los guiara otra cosa que no fuera su instinto de supervivencia, en la economía debe darse algo similar, considerando que se tiene el principio motor del asunto en el deseo de los individuos por consumir y la situación ambiental (el otro elemento fundamental del evolucionismo) en la competencia por esos bienes disponibles para el consumo. Con esto, el sistema (palabra que hoy alcanza ribetes místicos entre los que han hecho del poder de los poderosos una situación existencial y/o histórica propia), con todos los conflictos morales con que carga a cada paso que da y lo atraviesan en su concepto más general, parece perfecto y se cree tendiente al equilibrio. Esta es la contradicción: cómo puede ser que el sistema perfecto considere, en el peor de los casos, la pobreza como un hecho de la causa y algo, por ende, natural; o, en un discurso más alentador, como algo que no ha sido posible de superar en cerca de dos siglos de aplicación práctica de la teoría de libre mercado.
El problema es la superación de la pobreza, porque, como frívolamente se dice entre quienes analizan esto en conocimiento de las bondades de la buena salud de su propia hacienda, si todos fuéramos ricos nadie vería imperfecciones en el sistema económico.
En el panorama mundial, la desigualdad en el nivel de desarrollo de los países ha llegado a ser preocupante incluso para los países que están en la cima de la pirámide de la concentración de la riqueza. Y así lo demuestran al “sugerir” con gran vehemencia la adopción del modelo liberal del “dejar hacer” a las naciones que aspiran a competir por y compartir la riqueza con ellos. Los signos de buena voluntad que muestran los “grandes” al respecto hacen pensar en la honestidad de esta propuesta teórica para el desarrollo de los “chicos”. Sin embargo hay razones para sospechar también de los consejos de los mayores y entenderos como una forma de, más que buscar la competitividad de los países pobres, mantenerlos empecinados en un intento vano por sacar un bocado de una torta ya repartida.
Así argumenta Ha-Joon Chang , agregando que las libertades que garantizan los países desarrollados en sus políticas de mercado hoy son una historia más bien nueva, habiendo logrado su posición privilegiada en el concierto internacional no con esa filosofía que hoy defienden, sino más bien todo lo contrario.
Un examen más atento a la historia del capitalismo revela sin embargo… [que]…cuando eran países en desarrollo, prácticamente ninguno de los países hoy desarrollados practicaba el libre comercio (ni una política industrial de liberalización como contrapartida doméstica) sino que promovía sus industrias nacionales mediante aranceles, tasa aduaneras, subsidios y otras medidas.
Los ejemplos que revelan las políticas de los países hoy desarrollados de proteccionismo e intervencionismo del estado en materia de comercio al inicio de su desarrollo industrial son numerosos, según demuestra Chang. Pero el problema aquí no es de corte moral en primera instancia; no importa la incoherencia entre el discurso de unos países y su propia historia, el ser o no fiel a una ideología, ser de una sola línea. Todo eso es deseable y honorable y se aplaude bien cada vez que se lo ve. Pero aunque los países hoy desarrollados admitan haber “pisado el palito" en el pasado, eso no significa que vayan a abandonen las según ellos correctas prácticas liberales hoy en pos de un mayor proteccionismo, ni lo vayan sugerir a los países aspirantes al desarrollo. La riqueza engendra fácilmente el orgullo, y admitir un error pequeño ayer puede ser mucho más fácil que uno grande en el que se sigue incurriendo. Dudo, por otra parte, que los países hoy desarrollados se abstengan de echar mano al poder soberano del estado para proteger la economía si se ve afectada por alguna crisis. Sin ningún remordimiento EEUU compra un 60% de la General Motors tras la última crisis financiera de ese país, y nadie rasgó vestiduras. No es que los países hoy desarrollados hayan pateado la escalera, sino que la arrastraron hasta el lugar donde se habían encaramado con su ayuda para usarla a discreción de ameritarlo la contingencia.
En mi opinión, centrar la discusión en el discurso político histórico de los países hoy desarrollados no es una vía de solución eficiente. Por supuesto que pensar sirve, y cada aporte que se de con la intención de entender mejor el problema de la pobreza y solucionarlo pronto tiene un gran valor intrínseco, se esté o no de acuerdo con su contenido específico. Además, no se puede dudar que el discurso político tiene gran influencia tanto en el bienestar actual y la sensación de seguridad como en las esperanzas a futuro de las personas.
Más nefasto me parece a mí el efecto de la excesiva acumulación de patrimonios ociosos en manos de quienes son presa de incertidumbres y miedos. Es fácil, atendiendo a las palabras de John Maynard Keynes , llegar a pensar incluso que fue esa actitud europea que causo la primera guerra mundial. Pero no porque un hecho anteceda a otro el primero será causa del segundo. Más bien, diría yo, la mentalidad del interés compuesto, el ahorro y la austeridad son producto de una situación de desequilibrio del poder arrastrada desde la gran expansión colonial de Europa tras el descubrimiento del nuevo mundo y demás intervenciones territoriales. Un período de una bonanza tan inesperado trae consigo la semilla de la certidumbre de que nunca se estará así de bien de nuevo. El aprovisionamiento es la respuesta natural y más sensata ante la situación de vacas gordas. Esto considerando también el hecho de que las colonias eran capaces de producir un superávit de alimento y bienes por la escasa población local, que en América del Sur y del Norte juntas correspondía a una tercera parte de la de Europa hasta 1890 . Pero no hay que olvidar que la circulación del capital es capaz no solamente de poner en circulación los productos, sino también de saturar la ocupación. Por eso es que el ahorro individual no debe transformarse en la principal motivación de las personas para producir. Tampoco es de esperar un mundo de meros sobrevivientes, pues esto iría en desmedro gravemente de la sana ambición y del estímulo de la competencia inter pares, de los cuales también deberían participar los que hoy son pobres (países y personas).
Desde este punto de vista, creo que la intervención del estado es fundamental para la erradicación de la pobreza. Sin embargo siento que es mucho más importante, antes de proteger directamente los intereses de un país mediante subsidios y tasas aduaneras ad hoc (medidas que pueden bien haber significado la riqueza de los países hoy desarrollados aplicadas en cierto contexto histórico), velar por los intereses de los pobres mediante el trabajo y, eventualmente, el aliciente que significa la posibilidad de la inversión (aunque sea domestica o de pequeña y mediana escala). El efecto de medidas que apunten a eso será doble: por una parte crean la sensación de que mediante las habilidades propias de cada uno y su puesta en práctica (trabajo) se realiza el acceso a productos y servicios que mejoran la calidad de vida y el desarrollo humano; y, por otra, pone en circulación el dinero, lo que desprestigia el valor que adquiere cuando se le nota escasear. Sin un interés fijado por la avaricia o parquedad en la inversión de quienes lo acumulan y se benefician de ello se sale del callejón sin salida de la desigualdad. No dan ganas de salir de la pobreza cuando se ve que en la vereda de en frente, la de la riqueza, no solo no hay necesariamente méritos que acompañen los beneficios, sino que además estos beneficios se acrecientan por el simple hecho de tener las arcas llenas, aunque ociosas."
º Con la creación de los estados se crean más y más diferencias... que desembocan en crimen político... (Hegner)
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º A los fanáticos de la belicosidad les da lo mismo matar amigos que enemigos, lo importante es protestar, destruir, castigar.
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