martes, 26 de octubre de 2010

Nietzsche. El dìscolo bufón de la corte filosófica


ASÌ HABLABA ZARATUSTRA

"Cuando Zaratustra tenía 32 años abandonó su patria y el lago de su patria y marchó a las montañas. Allí gozó de su espíritu y de su soledad y durante diez años no se cansó de hacerlo. Pero al fin su corazón se transformó, - y una mañana, levantándose con la aurora, se colocó delante del sol y le habló así:
«¡Tú, gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!"


º SANTO: "Sí, reconozco a Zaratustra. Puro es su ojo, y en su boca no se oculta náusea alguna. ¿No viene hacia acá como un bailarín? Zaratustra está transformado, Zaratustra se ha convertido en un niño, Zaratustra es un despierto: ¿qué quieres hacer ahora entre los que duermen? En la soledad vivías como en el mar, y el mar te llevaba. Ay, ¿quieres bajar a tierra? Ay, ¿quieres volver a arrastrar tú mismo tu cuerpo?

Zaratustra respondió: «Yo amo a los hombres.»

¿Por qué, dijo el santo, me marché yo al bosque y a las soledades? ¿No fue acaso porque amaba demasiado a los hombres? Ahora amo a Dios: a los hombres no los amo. El hombre es para mí una cosa demasiado imperfecta. El amor al hombre me mataría.

Zaratustra respondió: «¡Qué, dije amor?! Lo que yo llevo a los hombres es un regalo.»

No les des nada, dijo el santo. Es mejor que les quites alguna cosa y que la lleves a cuestas junto con ellos - eso será lo que más bien les hará: ¡con tal de que te haga bien a ti! ¡Y si quieres darles algo, no les des más que una limosna, y deja que además la mendiguen!

«No, respondió Zaratustra, yo no doy limosnas. No soy bastante pobre para eso.»

El santo se rió de Zaratustra y dijo: ¡Entonces cuida de que acepten tus tesoros! Ellos desconfían de los eremitas y no creen que vayamos para hacer regalos. Nuestros pasos les suenan demasiado solitarios por sus callejas. Y cuando por las noches, estando en sus camas, oyen caminar a un hombre mucho antes de que el sol salga, se preguntan: ¿adónde irá el ladrón?.¡No vayas a los hombres y quédate en el bosque! ¡Es mejor que vayas incluso a los animales! ¿Por qué no quieres ser tú, como yo, - un oso entre los osos, un pájaro entre los pájaros?

«¿Y qué hace el santo en el bosque?», preguntó Zaratustra. El santo respondió: Hago canciones y las canto; y, al hacerlas, río, lloro y gruño: así alabo a Dios. Cantando, llorando, riendo y gruñendo alabo al Dios que es mi Dios. Mas ¿qué regalo es el que tú nos traes?

Cuando Zaratustra hubo oído estas palabras saludó al santo y dijo: «¡Qué podría yo daros como regalo! ¡Pero déjame ir aprisa para que no os quite nada!» -Y así se separaron riendo como dos muchachos. Mas cuando Zaratustra estuvo solo, habló así a su corazón: «¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía que Dios ha muerto!"


Cuando Zaratustra llegó a la primera ciudad, situada al borde de los bosques, encontró reunida en el mercado una gran muchedumbre: pues estaba prometida la exhibición de un volatinero. Y Zaratustra habló así al pueblo:
Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?




2

fRIEDRICH NIETZSCHE
sOBRE EL PORVENIR DE NUESTRAS INSTITUCIONES EDUCATIVAS


"Pongámonos en la situación de un joven estudiante, o sea, en una situación que, en el movimiento impetuoso e incesante del presente, es sencillamente algo increíble: hay que haber vivido esa situación para poder creer semejante ilusión despreocupada, en semejante gozo arrancado al instante, y casi fuera del tiempo. Yo pasé un año en ese estado, junto con un amigo mío de mi edad, en la ciudad universitaria de Bonn, junto al Rin: un año que por la ausencia de proyecto y objeto alguno, y por la libertad con respecto a cualquier clase de propósito para el futuro, se presenta a mi modo de sentir actual casi como un sueño, delimitado antes y después por dos periodos de vela. Nosotros dos permanecimos impasibles, a pesar de vivir en compañía de gente que en el fondo tenía otros intereses y otras aspiraciones. Tal vez nos costara trabajo satisfacer o rechazar las exigencias, demasiado vigorosas en cierto modo, de aquellos contemporáneos nuestros. Pero incluso ese juego con elementos contrastantes tiene hoy, cuando trato de recordarlo, un carácter semejante al de los obstáculos de todas clases que encontramos en los sueños, cuando creemos poder volar, por ejemplo, pero nos sentimos contenidos por obstáculos inexplicables."

Con mi amigo tenía en común numerosos recuerdos de aquel periodo anterior de vela, de la época en que estábamos en el instituto: uno de dichos recuerdos debo precisarlo mejor, ya que explica el paso a mi inocente experiencia. En un viaje anterior por el Rin, emprendido a finales del verano, había concebido un proyecto junto con aquel amigo -casi al mismo tiempo y en el mismo lugar, pero cada uno de nosotros lo había pensado por su cuenta-, de modo que ambos nos sentimos obligados a realizarlo, precisamente por aquella insólita coincidencia. Decidimos entonces fundar una pequeña sociedad, rica en frutos, formada por pocos compañeros, con el fin de dar una organización sólida y vinculante a nuestras tendencias productivas en el arte y en la literatura. O, por expresarme de modo más sencillo, cada uno de nosotros debía comprometerse a enviar cada mes una producción propia, una poesía, o un ensayo, o un proyecto arquitectónico, o una composición musical: después, cada uno de los otros tenía derecho a pronunciar un juicio sobre dichas producciones, con la franqueza sin reservas que conviene a una crítica amistosa. De ese modo, vigilándonos mutuamente, pensábamos estimular, y al mismo tiempo refrenar, nuestros impulsos culturales: y en realidad el éxito fue tal, que nos hizo recordar con sensación de gratitud, o, mejor, de solemnidad, aquel momento y aquel lugar que nos habían sugerido semejante idea.

Aquella sensación de gratitud solemne encontró muy pronto un modo justo de expresarse, cuando prometimos recíprocamente hacer todo lo posible para visitar cada año -en aquel día- la localidad solitaria, cerca de Rolandseck, donde en aquella ocasión, hacia el final del verano, sentados pensativamente uno junto al otro, nos habíamos sentido repentinamente inspirados para adoptar una misma decisión. La verdad es que no cumplimos aquella promesa con el suficiente rigor; pero precisamente porque teníamos en la conciencia varios pecados de omisión, decidimos los dos con la mayor firmeza -aquel año de vida estudiantil en Bonn, cuando vivimos a orillas del Rin por un largo periodo de tiempo- obedecer en aquella ocasión no sólo a nuestra ley, sino también a nuestro sentimiento, a nuestro impulso de gratitud, y visitar solemnemente, el día correspondiente, la localidad cercana a Rolandseck.

No fue fácil, ya que precisamente aquel día la numerosa y alegre compañía de estudiantes, que nos impedía volar, nos dio mucho que hacer, y se aferró con todas sus fuerzas a todos los hilos que podían mantenernos abajo. Nuestra compañía había decidido para aquel día una gran excursión solemne a Rolandseck, para cerciorarse una vez más -al final del trimestre estival- de la fidelidad de todos sus miembros, y para enviarlos después a casa con el mejor recuerdo de aquella despedida.

Era uno de esos días perfectos que pueden presentarse, por lo menos en nuestro clima, sólo a finales del verano: cielo y tierra estaban uno junto a la otra, plácidamente fundidos en armonía, maravillosamente mezclados por el calor del sol, por el frescor del otoño y por una infinitud azul. Vestidos del modo más variopinto y fantástico -es decir, de un modo que ya sólo puede divertir a los estudiantes, dada la tristeza de todos los demás trajes-, subimos a un barco de vapor, festivamente engalanado en nuestro honor, y colocamos sobre la cubierta la bandera de nuestra sociedad. De las dos orillas del Rin resonaba de vez en cuando un disparo, que por orden nuestra comunicaba a los habitantes del Rin o, sobre todo, al posadero de Rolandseck, la noticia de que nos aproximábamos. No voy a contar la bulliciosa entrada, que del lugar del desembarco nos condujo a través del pueblo excitado y curioso, ni las diversiones y bromas -no al alcance de todos- que nos permitíamos entre nosotros. Paso por alto el banquete cada vez más agitado, hasta volverse salvaje, y un increíble espectáculo musical, en el que hubieron de participar todos los convidados, ya con ejecuciones de solistas, ya con intervenciones de conjunto, y que yo, como consejero musical de nuestra sociedad, había tenido que estudiar previamente y entonces tuve que dirigir. Durante el final un poco desordenado y cada vez más veloz yo había hecho ya una señal a mi amigo, e, inmediatamente después del acorde final -semejante a un alarido-, ambos salimos y desaparecimos, cerrando tras de nosotros, por decirlo así, un abismo aullante.

De repente, la quietud reparadora y silenciosa de la naturaleza. Las sombras se habían alargado ya un poco, el sol resplandecía inmóvil, pero ya en el ocaso, y de las ondas verduscas y chispeantes del Rin soplaba un fresco hálito sobre nuestros rostros sudorosos. Nuestro solemne aniversario nos comprometía sólo a las horas más avanzadas de aquel día, así que habíamos pensado dedicar los últimos momentos de sol a una de aquellas diversiones de solitarios que estaban entonces a nuestra disposición.

En aquella época sentíamos pasión por el tiro de pistola, y esa habilidad técnica fue muy ventajosa para cada uno de nosotros en nuestra posterior carrera militar. El sirviente de nuestra sociedad conocía nuestro campo de tiro -algo alejado y en posición elevada- y ya había llevado allí arriba nuestras pistolas. Aquel campo se encontraba en el margen superior del bosque que cubre las bajas colinas de detrás de Rolandseck, sobre una pequeña meseta accidentada, y bastante cercano al lugar en que debíamos conmemorar nuestra fundación. Sobre la pendiente boscosa, a un lado de nuestro campo de tiro, había un pequeño claro, que invitaba a sentarse y permitía extender la mirada hacia el Rin, por encima de los árboles y de la vegetación: de ese modo, el horizonte que resaltaba contra el grupo de árboles estaba formado precisamente por las líneas bellas y sinuosas del Siebengebirge y, sobre todo, del Drachenfeld, mientras que el centro de aquel sector circular estaba constituido precisamente por el Rin centelleante, que tenía entre los brazos la isla de Nonnenwörth. Tal era nuestro lugar, consagrado por sueños y proyectos comunes, y allí, en las horas siguientes de la tarde, queríamos retirarnos, o, mejor, debíamos hacerlo, si deseábamos concluir el día con el espíritu de nuestra ley.

A un lado, sobre aquella pequeña meseta accidentada, se erguía a poca distancia el tronco poderoso de una encina, destacándose solitario de la superficie sin árboles ni matas, y de las colinas bajas y onduladas. Sobre aquel tronco habíamos tallado en colaboración -tiempo atrás- un pentagrama, bien visible, que los huracanes y temporales de los últimos años habían marcado todavía más, con lo que ofrecía un excelente blanco para nuestra habilidad de tiradores. Cuando llegamos a nuestro campo de tiro, la tarde ya estaba muy avanzada, y el tronco de nuestra encina extendía una sombra amplia y acabada en punta sobre la meseta inculta y árida. La calma era profunda; los árboles más altos que estaban a nuestros pies nos impedían mirar directamente hacia el Rin. Tanto mayor fue la sacudida producida en aquella soledad por el sonido lacerante -repetido por el eco- de nuestros pistoletazos. Apenas había disparado el segundo proyectil hacia el pentagrama, cuando sentí que me agarraban vigorosamente por un brazo, y al mismo tiempo vi que interrumpían de igual modo a mi amo mientras estaba cargando su arma.

Volviéndome bruscamente, descubrí el rostro irritado de un viejo, y al mismo tiempo sentí que un perro robusto me saltaba a la espalda. Antes de que yo y mi amigo -inmovilizado del mismo modo por otro individuo algo más joven- pudiéramos rehacernos, aunque sólo hubiera sido con una palabra de estupor, resonó la voz del viejo, con tono amenazante y violento. «¡No, no!», nos gritaba, «¡aquí no se hacen duelos! ¡Vosotros menos que nadie tenéis derecho a hacerlo, jóvenes estudiantes! ¡Abajo las pistolas! Calmaos, reconciliaos, daos la mano. ¡Cómo! Vais a ser la sal de la tierra, la inteligencia del futuro, la semilla de nuestras esperanzas, ¿y ni siquiera sabéis liberaros de ese insensato catecismo del honor, ni de sus reglas, dictadas por el derecho del más fuerte? Con esto no quiero inmiscuirme en los asuntos de vuestro corazón, pero todo esto no dice mucho en favor de vuestro cerebro. Vosotros, cuya juventud ha tenido como educadores la lengua y la sabiduría de la Hélade y del Lacio, vosotros, sobre cuyo joven espíritu se han hecho descender precozmente -con una solicitud que no podréis nunca apreciar como se merece- los rayos luminosos de los hombres sabios y nobles de la hermosa antigüedad, ¿vais a tomar como norma de vuestra conducta el código del honor caballeresco, es decir, el código de la insensatez y de la brutalidad? Pero considerad de una vez por todas dicho código como hay que considerarlo, reducidlo a conceptos claros, descubrid su miserable estrechez, y adoptadlo como banco de pruebas, no ya de vuestro corazón, sino de vuestro intelecto. Si este último no lo rechaza ahora mismo, vuestro cerebro no está hecho para trabajar en un campo en el que las condiciones indispensables que se requieren son una enérgica capacidad de juicio que pueda romper con facilidad los lazos del prejuicio, y un intelecto orientado rectamente, que esté en condiciones de separar con claridad lo verdadero de lo falso, aun cuando el elemento distintivo esté profundamente oculto, y no ya, como ocurre ahora, al alcance de la mano. Así, pues, en el caso de que vuestro cerebro no sea apto para todo eso, buscad, queridos amigos, otro modo honorable de andar por el mundo: haceos soldados o bien aprended un oficio y perseverad en él.»

A aquel discurso agrio -aunque cierto- nosotros respondimos excitados, interrumpiéndonos el uno al otro: «En primer lugar, se equivoca usted con respecto al punto esencial, ya que nosotros no estamos aquí, desde luego, para hacer un duelo, sino para practicar el tiro de pistola. En segundo lugar, parece que no sepa usted cómo se desarrolla un duelo: ¿acaso piensa que nosotros podríamos enfrentarnos en esta soledad como dos bandidos de caminos, sin padrinos, sin médicos, etcétera? En tercero y último lugar, cada uno de nosotros tiene su propio punto de vista sobre el problema del due­lo, y no queremos vernos cogidos por sorpresa, ni espantados, por adoctrinamientos como los suyos».

Aquella réplica, poco cortés indudablemente, había causado mala impresión al viejo. En un primer momento, al notar que en realidad no se trataba de un duelo, nos había mirado más amistosamente, pero nuestras rotundas palabras lo enojaron y le hicieron refunfuñar; cuando nos atrevimos a mencionar nuestros puntos de vista, él agarró impetuosamente el brazo de su acompañante, y nos gritó enojado, mientras se alejaba: «¡Hay, que tener pensamientos, y no sólo puntos de vista!». Y el acompañante intervino para exhortarnos: «¡Un poco de respeto, aun cuando un hombre como éste se haya equivocado!».

Durante ese tiempo, mi amigo había vuelto a cargar su arma, y gritando «¡atención!» disparó de nuevo sobre el pentagrama. Aquella repentina detonación a sus espaldas puso furioso al viejo; se volvió otra vez, miró con odio a mi amigo, y bajando la voz dijo al individuo más joven que lo acompañaba: «¿Qué debemos hacer? Estos jóvenes quieren acabar conmigo con sus explosiones».

Y el más joven, volviéndose hacia nosotros, empezó a decir: «Debéis saber, en realidad, que vuestras ruidosas diversiones son en este caso un auténtico atentado contra la filosofía. Observad a este hombre venerable: es capaz incluso de rogaros, para que no disparéis en este lugar. Y cuando un hombre como éste ruega...». «Eso es, se sigue ha­ciendo lo mismo», le interrumpió el viejo, mirándonos severamente.

En el fondo, no sabíamos bien qué pensar de lo que estaba ocurriendo. No éramos claramente conscientes de lo que pudieran tener en común con la filosofía nuestras ruidosas diversiones, y tampoco lográbamos comprender por qué debíamos abandonar nuestro campo de tiro, en función de incomprensibles consideraciones de cortesía. En aquel instante debíamos de tener probablemente un aspecto muy indeciso y malhumorado. El acompañante vio nuestra momentánea perplejidad, y nos explicó la situación. «Nos vemos obligados», dijo, «a esperar aquí durante dos horas, a pocos pasos de vosotros. Tenemos una cita: un amigo importante de este hombre tiene que venir aquí esta tarde; y para ese encuentro hemos escogido un lugar tranquilo en el que existen algunas banquetas, aquí en el bosquecillo. Verdaderamente, no es agradable seguir espantándose con vuestros cercanos ejercicios de tiro. Suponemos que vuestros propios sentimientos os impedirán seguir disparando aquí, una vez aclarado que quien ha escogido esta soledad tranquila y apartada para encontrarse con un amigo es uno de nuestros filósofos más importantes.»

Aquella explicación nos inquietó todavía más. Nos vimos amenazados por un peligro todavía mayor que la simple pérdida de nuestro campo de tiro, y preguntamos precipitadamente: «¿Dónde está ese lugar tranquilo? ¿No será aquí a la izquierda, en el bosquecillo?».

«Exactamente.»

«Pero ese lugar nos pertenece a nosotros dos, esta noche», intervino mi amigo. «Ese lugar debemos ocuparlo nosotros», exclamamos los dos.

En aquel momento nuestra solemne fiesta, decidida desde hacía tiempo, era más importante para nosotros que todos los filósofos del mundo, y la expresión de nuestro sentimiento fue tan vivaz e impetuosa, que quizá nos hiciera parecer un poco ridículos, por aquel deseo nuestro, en sí incomprensible, pero manifestado con tanta insistencia. Por lo menos, nuestros filósofos aguafiestas nos miraron con una sonrisa interrogativa, como si entonces nos tocara hablar a nosotros, para justificarnos. En cambio, guardamos silencio, ya que habríamos hecho cualquier cosa con tal de no traicionarnos.

Y, así, los dos grupos siguieron callados, el uno frente al otro, mientras las copas de los árboles, en una gran extensión, habían adquirido el color rojo del ocaso. El filósofo miraba el sol, el acompañante miraba al filósofo, y nosotros dos nuestro escondite en el bosque, que precisamente aquel día peligraba. Una sensación casi de rabia se apoderó de nosotros. ¿Para qué sirve la filosofía, pensábamos, si nos impide estar apartados y gozar de la amistad en soledad, si nos disuade de llegar a ser filósofos a nosotros mismos? Efectivamente, creíamos que nuestro aniversario era verdaderamente de naturaleza filosófica. En semejante ocasión, deseábamos formular intenciones y planes serios para nuestra existencia posterior; en solitaria meditación, esperábamos encontrar algo que pudiera satisfacer y formar para el futuro la parte más íntima de nuestra alma, como había hecho en el pasado la actividad productiva de los años precedentes de la adolescencia. En eso precisamente debía consistir aquel acto de auténtica consagración. Eso era lo único que habíamos decidido precisamente: estar solos, sentarnos a meditar, como entonces, cinco años antes, cuando nos habíamos concentrado juntos y habíamos llegado a aquella decisión. Debía tratarse de una ceremonia silenciosa, totalmente proyecta­da hacia el recuerdo y el futuro: entre las dos, el presente debía intervenir únicamente como una línea de puntos suspensivos. Y ahora, en nuestro círculo mágico se había introducido un destino adverso, y no sabíamos cómo alejarlo: al contrario, en la extrañeza de toda aquella coincidencia sentíamos algo misteriosamente excitante.

Permanecimos callados por un rato, unos junto a los otros, en grupos hostiles, mientras por encima de nosotros las nubes de la tarde se volvían cada vez más rojas, y la tarde se volvía cada vez más serena y más apacible; escuchábamos en cierto modo la res­piración regular de la naturaleza, mientras ésta, contenta de su obra de arte, concluía una jornada perfecta, su trabajo cotidiano. Y, de repente, en medio de la quietud crepuscular confusos gritos de júbilo, se elevaron violentos y procedentes del Rin. Se oyeron muchas voces en lontananza: debía de tratarse de los estudiantes, nuestros compañeros, que se habían propuesto dar un paseo en barca por el Rin precisamente a aquella hora. Pensamos que debían de haber notado nuestra ausencia, y nosotros mismos echamos a faltar algo. Alcé la pistola, y casi simultáneamente la alzó también mi amigo. El eco respondió a nuestros disparos, y con el eco llegó hasta nosotros desde abajo, como señal de reconocimiento, un alarido muy conocido. Efectivamente, en nuestra sociedad éramos célebres, y al mismo tiempo teníamos mala fama, como tiradores de pistola fanáticos. Sin embargo, en aquel mismo momento sentimos nuestro comportamiento como la más grave descortesía hacia los silenciosos forasteros filosóficos, que hasta entonces habían permanecido quietos, en serena contemplación, y después saltaron a un lado, aterrorizados, ante nuestro doble disparo. Nos acercamos rápidamente a ellos, exclamando a nuestra vez: «Perdonadnos. Estos disparos han sido los últimos: hemos disparado para avisar a nuestros compañeros que están en el Rin. Y ellos han comprendido. ¿Los oís? Si queréis a toda costa quedaros en ese lugar tranquilo, a la izquierda, en el bosquecillo, permitidnos al menos que también nosotros nos sentemos allí. Existen varias banquetas. No os estorbaremos: estaremos sentados tranquilos y callados. Pero, ya son más de las siete, y ahora debemos bajar allí».

«Todo esto parece más misterioso de lo que es», añadí después de una pausa; «existe entre nosotros una seria promesa de pasar allí abajo las próximas horas: también tenemos razones poderosas para hacerlo. Ese lugar es sagrado para nosotros a causa de un bello recuerdo, y, por eso, está destinado a inaugurar también un bello futuro para nosotros. Así, pues, también por eso, nos esforzaremos para no dejaros un mal recuerdo, después de haberos espantado y molestado tantas veces.»

El filósofo siguió callado; pero el compañero más joven dijo: «Desgraciadamente nuestras promesas y nuestros acuerdos nos comprometen de igual modo, para el mismo lugar y para las mismas horas. La responsabilidad de esta coincidencia podemos atribuirla a algún destino o a algún geniecillo».

«Por lo demás, amigo mío», dijo el filósofo calmado, «ahora estoy contento, más que antes, de nuestros jóvenes tiradores de pistola. tesas notado qué tranquilos estaban hace un momento, cuando mirábamos el sol? No hablaban, no fumaban, estaban quietos: casi creo que meditaban.»

Y volviéndose bruscamente hacia nosotros: «¿Habéis meditado? Contádmelo, mientras caminamos juntos hacia nuestro común lugar de quietud». Entonces dimos algunos pasos juntos, y trepamos por un lado en la atmósfera caliente y húmeda del bosque, que ya estaba bastante obscuro. Mientras caminábamos, mi amigo expuso francamente sus pensamientos al filósofo, diciéndole que había temido por primera vez, aquel día, que un filósofo le impidiera filosofar.

El viejo se echó a reír. «¡Cómo! ¿Teméis que el filósofo os impida filosofar? Algo así puede ocurrir: ¿no lo habéis experimentado? ¿No habéis tenido alguna experiencia así en vuestra universidad? Pero, ¿no escucháis las lecciones de filosofía?»

La pregunta era embarazosa para nosotros, porque no se había tratado de eso en absoluto: Por lo demás, en aquella época todavía creíamos inocentemente que quien tenga en una universidad el cargo y la dignidad de filósofo debe ser también. un filósofo: precisamente carecíamos de experiencia y estábamos mal informados. Declaramos lealmente que no habíamos seguido ningún curso de filosofía, pero que desde luego corregiríamos nuestra negligencia.

«Pero, ¿qué entendéis», preguntó, «por filosofar?»

Y yo dije: «Con respecto a la definición, estamos en un aprieto. No obstante, por lo que creemos comprender, a nosotros nos basta con esforzarnos seriamente para reflexionar sobre la mejor manera de poder llegar a ser hombres cultos». «Eso es mucho, pero también poco», murmuró el filósofo: «¡lo esencial es que meditéis bien sobre todo eso! Aquí están nuestras banquetas: vamos a estar muy lejos unos de otros. Desde luego, no quiero estorbar vuestras meditaciones sobre el modo de llegar a ser hombres cultos. Os deseo buena suerte, y... puntos de vista, como sobre el problema del duelo, o sea, puntos de vista correctos, originales, cultos, nuevos. El filósofo no quiere impediros filosofar, con tal de que no lo espantéis con vuestras pistolas. Por hoy imitad sólo a los jóvenes pitagóricos; tenían que guardar silencio durante cinco años, como discípulos de una auténtica filosofía, y vosotros quizá lo consigáis durante cinco cuartos de hora, al servicio de vuestra propia cultura futura, de la que os preocupáis con tanta premura.»



Habíamos llegado a nuestra meta: se inició nuestro aniversario. Una vez más, como cinco años antes, el Rin se deslizaba entre suaves brumas, una vez más el cielo resplandecía, el bosque estaba perfumado. El ángulo más apartado de una banqueta alejada nos amparó: allí nos sentamos casi escondiéndonos, para que ni el filósofo ni su acompañante pudieran vernos el rostro. Estábamos solos; la voz del filósofo, cuando llegaba apagada hasta nosotros, ya se había transformado en una música natural, a través del movimiento apenas perceptible del follaje, a través del murmullo y el susurro de mil existencias hormigueantes arriba, en lo alto del bosque. Aquella voz actuaba como un sonido, era semejante a un lejano y monótono lamento. Verdaderamente, no había nada que nos molestara.

Pasó así un tiempo, durante el cual el ocaso se oscurecía cada vez más y el recuerdo de nuestra juvenil empresa cultural se presentaba cada vez más claro ante nosotros. Así, pues, pensamos que debíamos la mayor gratitud a nuestra extraña asociación: había sido, no sólo un complemento -por decirlo así- de nuestros estudios de bachillerato, sino también la auténtica sociedad rica en frutos, en cuyo marco habíamos introducido también nuestro instituto, considerado como un medio particular para nuestra aspiración universal hacia la cultura.

Éramos conscientes de no haber pensado en la llamada profesión, gracias a nuestra sociedad. La explotación casi sistemática de esos años por parte del Estado, que quiere formar lo antes posible a empleados útiles, y asegurarse de su docilidad incondicional, con exámenes sobremanera duros, todo esto había permanecido alejado mil millas de nuestra formación. Y el hecho de que ninguno de los dos supiéramos todavía con precisión lo que seríamos y de que ni siquiera nos preocupáramos lo más mínimo de ese problema demostraba lo poco que habíamos estado determinados por instinto utilitario alguno, por intención alguna de obtener rápidos avances y de recorrer una veloz carrera. Nuestra asociación había alimentado semejante despreocupación dichosa: en el aniversario de aquélla nos sentíamos agradecidos de todo corazón a dicha despreocupación. Ya he dicho una vez que semejante goce del instante, sin objetivo alguno, semejante balanceo en la mecedora del instante debe parecer casi increíble -y, en cualquier casó, censurable nuestra época, hostil a todo lo que es inútil. ¡Qué inútiles éramos! Cada uno de nosotros habría podido disputar al otro el honor de ser el más inútil. No queríamos significar nada, representar nada, tender hacia nada, queríamos carecer de porvenir, lo único que queríamos era no ser útiles para nada, cómodamente tendidos en el umbral del presente: ¡y realmente éramos todo eso, bueno para nosotros!

Efectivamente, así pensábamos entonces, ilustres oyentes.

Inmerso en aquellas solemnes meditaciones sobre mí mismo, estaba a punto de abordar -con la misma actitud jactanciosa- también el problema relativo al porvenir de nuestras escuelas, cuando comencé lentamente a advertir que aquella música natural, que resonaba desde la lejana banqueta del filósofo, había perdido su carácter anterior, llegaba hasta nosotros bastante más penetrante y articulada. De improviso, tuve la conciencia de que estaba escuchando a hurtadillas: estaba escuchando con pasión, con los oídos aguzados. Toqué a mi amigo -quizás algo cansado- y le susurré: «¡No te duermas! Para nosotros, ahí arriba hay algo que aprender. Es válido para nosotros, aunque no vaya dirigido a nosotros».

Efectivamente, oía al joven acompañante defenderse con cierta agitación y al filósofo, en cambio, atacarlo con un timbre de voz cada vez más fuerte. «No has cambiado», le apostrofaba, «desgraciadamente no has cambiado. Me parece increíble que seas todavía el mismo de hace siete años, cuando te vi por última vez, y me despedí de ti con escasas esperanzas. Desgraciadamente debo quitarte nuevamente -desde luego, no con placer- ese barniz de cultura moderna con que te has cubierto en este tiempo. Y debajo, ¿qué encuentro? Indudablemente, el mismo e inmutable carácter “inteligible”, como lo entiende Kant, pero desgraciadamente también un carácter intelectual inalterado: verosímilmente, también éste es una necesidad, pero una necesidad poco consoladora. Me pregunto con qué fin he vivido como filósofo, si años enteros, vividos por ti en intimidad conmigo, no han dejado, sin embargo, impresiones más claras, a pesar de tu deseo real de aprender y de tu inteligencia no obtusa. Hoy te comportas como alguien que no haya oído nunca, en relación con cualquier clase de cultura, el principio cardinal, al que me referí tantas veces, en la época de nuestra antigua intimidad. Pues bien, ¿cuál era el principio?»

«Lo recuerdo», respondió el discípulo reconvenido. «Solía usted decir que ningún hombre tendría inclinación por la cultura, si supiera lo increíblemente pequeño que es, en definitiva, el número de las personas que poseen una auténtica cultura, y que tiene por fuerza que ser así. A pesar de ello, no será posible ni siquiera ese pequeño número de personas verdaderamente cultas, si no se dedica a la cultura una gran masa, decidida a ello exclusivamente por un engaño seductor, y en el fondo impulsada a ello contra su propia naturaleza. En consecuencia, no hay que revelar nada públicamente con respecto a esa desproporción ridícula entre el número de las personas verdaderamente cultas y el enorme aparato de la cultura. El verdadero secreto de la cultura debe encontrarse en eso, en el hecho de que innumerables hombres aspiran a la cultura y trabajan con vistas a la cultura, aparentemente para sí, pero en realidad sólo para hacer posibles a algunos pocos individuos.»

«Ése es el principio», dijo el filósofo, «y, sin embargo, ¿has podido olvidar su auténtico significado hasta el punto de creer ser tú mismo uno de esos pocos? Has pensado en eso, ya lo veo. Por lo demás, eso forma parte de las características despreciables de nuestra época, que pretende poseer la cultura. Se democratizan los derechos del genio, para eludir el trabajo cultural propio y la miseria cultural propia. Cuando es posible, todos prefieren sentarse a la sombra del árbol que ha plantado el genio. Quisieran substraerse a la dura necesidad de trabajar para el genio, con el fin de hacer posible su aparición. ¡Cómo! ¿Eres demasiado orgulloso como para querer ser un profesor? ¿Desprecias a la multitud de los que se agolpan, deseosos de aprender? ¿Hablas con desprecio de la misión del profesor? ¿Y te gustaría entonces, alejándote hostilmente de esa multitud, llevar una vida solitaria, imitándome a mí y mi modo de vivir? ¿Crees que puedes alcanzar sin más, de un solo salto, lo que yo he conseguido conquistar, después de una larga lucha obstinada, dirigida hacia la exclusiva meta de vivir como filósofo? ¿Y no temes que la soledad se vengue contra ti? ¡Prueba, entonces, a ser un solitario de la cultura! Cuando se quiere vivir con las propias fuerzas exclusivamente, y se quiere vivir para todos los demás, ¡hay que poseer una riqueza sobreabundante! ¡Curiosos discípulos! Creéis que debéis siempre imitar precisamente la cosa más difícil y más elevada, aquélla precisamente que sólo ha sido posible para el maestro, cuando, en realidad, vosotros precisamente deberíais saber lo difícil y peligroso que es, y que muchos talentos de primer orden pueden resultar destruidos por eso.»


«No quiero ocultarle nada, maestro», dijo entonces el acompañante. «He aprendido demasiadas cosas de usted, y he estado junto a usted demasiado tiempo, como para poder dedicarme totalmente a los problemas actuales de la cultura y de la educación. Siento con demasiada claridad esos errores y esos inconvenientes insalvables que usted solía señalar, y, sin embargo, me esfuerzo en vano por encontrar en mí la fuerza con que podría tener éxito, luchando con más coraje. Se ha apoderado de mí un desaliento general: la huida a la soledad no ha sido cosa de orgullo ni de presunción. Me agrada describirle las características que he descubierto en los problemas de la cultura y de la educación, hoy discutidos tan vivaz e insistentemente. En el momento actual, nuestras escuelas están dominadas por dos corrientes aparentemente contrarias, pero de acción igualmente destructiva, y cuyos resultados confluyen, en definitiva: por un lado, la tendencia a ampliar y a difundir lo más posible la cultura, y, por otro lado, la tendencia a restringir y a debilitar la misma cultura. Por diversas razones, la cultura debe extenderse al círculo más amplio posible: eso es lo que exige la primera tendencia. En cambio, la segunda exige a la propia cultura que abandone sus pretensiones más altas, más nobles y más sublimes, y se ponga al servicio de otra forma de vida cualquiera, por ejemplo, del Estado.

»Creo haber notado de dónde procede con mayor claridad la exhortación a extender y a difundir lo más posible la cultura. Esa extensión va contenida en los dogmas preferidos de la economía política de esta época nuestra. Conocimiento y cultura en la mayor cantidad posible -producción y necesidades en la mayor cantidad posible-, felicidad en la mayor cantidad posible: ésa es la fórmula poco más o menos. En este caso vemos que el objetivo último de la cultura es la utilidad, o, más concretamente, la ganancia, un beneficio en dinero que sea el mayor posible. Tomando como base esta tendencia, habría que definir la cultura como la habilidad con que se mantiene uno “a la altura de nuestro tiempo”, con que se conocen todos los caminos que permitan enriquecerse del modo más fácil, con que se dominan todos los medios útiles al comercio entre hombres y entre pueblos. Por eso, el auténtico problema de la cultura consistiría en educar a cuantos más hombres “corrientes” posibles, en el sentido en que se llama “corriente” a una moneda. Cuantos más numerosos sean dichos hombres corrientes, tanto más feliz será un pueblo. Y el fin de las escuelas modernas deberá ser precisamente ése: hacer progresar a cada individuo en la medida en que su naturaleza le permite llegar a ser “corriente”, desarrollar a todos los individuos de tal modo, que a partir de su cantidad de conocimiento y de saber obtengan la mayor cantidad posible de felicidad y de ganancia. Todo el mundo deberá estar en condiciones de valorarse con precisión a sí mismo, deberá saber cuánto puede pretender de la vida. La “alianza” entre inteligencia y posesión, apoyada en esas ideas, se presenta incluso como una exigencia moral. Según esta perspectiva, está mal vista una cultura que produzca solitarios, que coloque sus fines más allá del dinero y de la ganancia, que consuma mucho tiempo. A las tendencias culturales de esa naturaleza se las suele descartar y clasificar como “egoísmo selecto”, “epicureismo inmoral de la cultura”. A partir de la moral aquí triunfante, se necesita indudablemente algo opuesto, es decir, una cultura rápida, que capacite a los individuos deprisa para ganar dinero, y, aun así, suficientemente fundamentada para que puedan llegar a ser individuos que ganen muchísimo dinero. Se concede cultura al hombre sólo en la medida en que interesa la ganancia; sin embargo, por otro lado se le exige que llegue a esa medida. En resumen, la humanidad tiene necesariamente un derecho a la felicidad terrenal: para eso es necesaria la cultura, ¡pero sólo para eso!» «En este punto quiero añadir algo», dijo el filósofo. «A partir de esa perspectiva -caracterizada de una forma que no carece de claridad- surge el grande, incluso enorme, peligro de que en un momento determinado la gran masa salte el escalón intermedio y se arroje directamente sobre esa felicidad terrenal. Eso es lo que hoy se llama “problema social”. Efectivamente, podría parecer a esa masa, a partir de lo que hemos dicho, que la cultura concedida a la mayor parte de los hombres sólo es un medio para la felicidad terrenal de unos pocos: la “cultura cuanto más universal posible” debilita la cultura hasta tal punto, que se llega a no poder conceder ningún privilegio ni garantizar ningún respeto. La cultura común a todos es precisamente la barbarie. Pero no quiero interrumpir tu exposición.»

El acompañante continuó: «Para esa extensión y esa difusión de la cultura, fomentadas con tanto ímpetu por doquier, existen otros motivos, independientemente de ese dogma, tan popular, de la economía política. En algunos países, el miedo a una opresión religiosa está tan arraigado, que todas las clases sociales se aproximan con deseo vehemente a la cultura, y asimilan precisamente aquellos elementos suyos que habitualmente anulan los instintos religiosos. Por otro lado, a veces ocurre que un Estado, con el fin de asegurar su existencia, procura extender lo más posible la cultura, ya que sabe que todavía es lo bastante fuerte para poder someter bajo su yugo incluso a una cultura desencadenada del modo más violento, y ve confirmado eso en el hecho de que, en definitiva, la cultura más extensa de sus empleados o de sus ejércitos acaba siempre en ventaja para el propio Estado, en su competencia con los otros Estados. En este caso, los cimientos de un Estado deben ser tan amplios y sólidos como para poder sostener la complicada bóveda de la cultura, del mismo modo que, en el primer caso, los vestigios de una opresión religiosa anterior deben ser todavía bastante perceptibles como para hacer recurrir a un remedio tan desesperado. Por consiguiente, cuando el grito de guerra de la masa exige la cultura más amplia posible para el pueblo, yo suelo distinguir si lo que ha provocado dicho grito de guerra ha sido una tendencia exagerada a la ganancia y a la posesión, o bien el estigma dejado por una opresión religiosa anterior o bien, por último, la clara conciencia que un Estado tiene de su propio valor.

»En cambio, me ha parecido que por muchos lados se entona otra canción -desde luego no con tanta sonoridad, pero por lo menos con el mismo énfasis-, a saber, la de la reducción de la cultura.

»En todos los ambientes eruditos, habitualmente se susurra al oído, en cierto modo, esa canción. En realidad, se trata de un hecho general: con la utilización -ahora perseguida- por parte del estudioso de su ciencia, la cultura de dicho estudioso se volverá cada vez más casual y más inverosímil. Efectivamente, el estudio de las ciencias está extendido tan ampliamente, que quien quiera todavía producir algo en ese campo, y posea y tenga buenas dotes, aunque no sean excepcionales, deberá dedicarse a una rama completamente especializada y permanecer, en cambio, indiferente a todas las demás. De ese modo, aunque éste sea en su especialidad superior al vulgus, en todo el resto, o sea, en todos los problemas esenciales, no se separará de él. Así, pues, dicho estudioso, exclusivamente especialista, es semejante al obrero de una fábrica, que durante toda su vida no hace otra cosa que determinado tornillo y determinado mango, para determinado utensilio o para determinada máquina, en lo que indudablemente llegará a tener increíble maestría. En Alemania, donde se sabe cubrir incluso estos hechos dolorosos con el glorioso manto del pensamiento, se admira mucho en nuestros estudiosos esa limitada moderación de los especialistas y su desviación cada vez más acentuada de la auténtica cultura, y se considera todo eso como un fenómeno ético. La “fidelidad en los detalles”, la “fidelidad del recadero” se convierten en temas de ostentación, y la falta de cultura, fuera del campo de especialización, se exhibe como señal de sobriedad.

»Durante siglos y siglos, entender por hombre de cultura al estudioso, y sólo al estudioso, se ha considerado sencillamente como algo evidente. Partiendo de la experiencia de nuestra época, difícilmente nos sentiremos impulsados hacia una aproximación tan ingenua. Efectivamente, hoy la explotación de un hombre a favor de las ciencias es el presupuesto aceptado por doquier sin vacilaciones. ¿Quién se pregunta todavía qué valor puede tener una ciencia, que devora como un vampiro a sus criaturas? La división del trabajo en las ciencias tiende prácticamente hacia el mismo objetivo, al que aspiran aquí y allá conscientemente las religiones, es decir, a una reducción de la cultura, o, mejor, a su aniquilación. Pero eso que para algunas religiones, con arreglo a su origen y a su historia, es una exigencia totalmente justificada, podría, en cambio, conducir a la ciencia a arrojarse en un momento determinado a las llamas. Ahora hemos llegado ya hasta el extremo de que en todas las cuestiones generales de naturaleza seria -y, sobre todo, en los máximos problemas filosóficos- el hombre de ciencia, como tal, ya no puede tomar la palabra. En cambio, ese viscoso tejido conjuntivo que se ha introducido hoy entre las ciencias, es decir, el periodismo, cree que ese objetivo es de su competencia, y lo cumple con arreglo a su naturaleza, o sea -como su nombre indica- tratándolo como un trabajo a jornal.

»Efectivamente, en el periodismo confluyen las dos tendencias: en él se dan la mano la extensión de la cultura y la reducción de la cultura. El periódico se presenta incluso en lugar de la cultura, y quien abrigue todavía pretensiones culturales, aunque sea como estudioso, se apoya habitualmente en ese viscoso tejido conjuntivo, que establece las articulaciones entre todas las formas de la vida, todas las clases, todas las artes, todas las ciencias, y que es sólido y resistente como suele serlo precisamente el papel de periódico. En el periódico culmina la auténtica corriente cultural de nuestra época, del mismo modo que el periodista -esclavo del momento presente- ha llegado a substituir al gran genio, el guía para todas las épocas, el que libera del presente. Ahora dígame usted, maestro, qué esperanzas podía abrigar, en una lucha contra el desbarajuste -que se da por doquier- de todas las auténticas aspiraciones, dígame usted con qué coraje podía presentarme, como profesor aislado, aun sabiendo que, apenas se arrojara una simiente de cultura auténtica, pasaría por encima de ella inmediata y despiadadamente la apisonadora de esa pseudocultura. Piense en lo inútil que debe resultar hoy el trabajo más asiduo de un profesor, que por ejemplo desee conducir a un escolar hasta el mundo griego -difícil de alcanzar e infinitamente lejano- por considerarlo como la auténtica patria de la cultura: todo eso será verdaderamente inútil, cuando el mismo escolar una hora después coja un periódico o una novela de moda, o uno de esos libros cultos cuyo estilo lleva ya en sí el desagradable blasón de la barbarie cultural actual».

«¡Deténte de una vez!», le interrumpió en aquel punto el filósofo, con voz fuerte y lastimera. «Ahora te comprendo mejor, y antes no debería haberte dicho cosas tan duras. Tienes razón en todo, menos en tu desánimo. Ahora voy a decirte algo para consolarte.»



3

"Verdad y mentira en sentido extramoral"

si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.

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En un estado natural de las cosas, el individuo, en la medida en que se quiere mantener frente a los demás individuos, utiliza el intelecto y la mayor parte de las veces solamente para fingir, pero, puesto que el hombre, tanto por la necesidad como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz y, de acuerdo con este, procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium contra omnes. Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad.

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El mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras, para hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, “soy rico” cuando la designación correcta para su estado sería justamente “pobre”. Abusa de las convenciones consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no invirtiendo los nombres. Si hace esto de manera interesada y que además ocasione perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él y, por este motivo, lo expulsará de su seno.

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El hombre nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos. Y, además, ¿qué sucede con esas convenciones del lenguaje? ¿Son quizá productos del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan las designaciones y las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?

Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una “verdad” en el grado que se acaba de señalar. Si no se contenta con la verdad en forma de tautología, es decir, con conchas vacías, entonces trocará continuamente ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir además a partir del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón.

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La “cosa en sí” (esto sería justamente la verdad pura, sin consecuencias) es totalmente inalcanzable y no es deseable en absoluto para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces. ¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora.

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el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas.

Pero pensemos especialmente en la formación de los conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes. Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales.

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¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.

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Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema; en suma, de la capacidad de disolver una figura en un concepto. En el ámbito de esos esquemas es posible algo que jamás podría conseguirse bajo las primitivas impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados; instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primitivas impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por tanto, como una instancia reguladora e imperativa.

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Toda la regularidad de las órbitas de los astros y de los procesos químicos, regularidad que tanto respeto nos infunde, coincide en el fondo con aquellas propiedades que nosotros introducimos en las cosas, de modo que, con esto, nos infundimos respeto a nosotros mismos. En efecto, de aquí resulta que esta producción artística de metáforas con la que comienza en nosotros toda percepción, supone ya esas formas y, por tanto, se realizará en ellas; sólo por la sólida persistencia de esas formas primigenias resulta posible explicar el que más tarde haya podido construirse sobre las metáforas mismas el edificio de los conceptos. Este edificio es, efectivamente, una imitación, sobre la base de las metáforas, de las relaciones de espacio, tiempo y número.

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Como hemos visto, en la construcción de los conceptos trabaja originariamente el lenguaje; más tarde la ciencia. Así como la abeja construye las celdas y, simultáneamente, las rellena de miel, del mismo modo la ciencia trabaja inconteniblemente en ese gran columbarium de los conceptos, necrópolis de las intuiciones; construye sin cesar nuevas y más elevadas plantas, apuntala, limpia y renueva las celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese colosal andamiaje que desmesuradamente ha apilado y en ordenar dentro de él todo el mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfico. Si ya el hombre de acción ata su vida a la razón y a los conceptos para no verse arrastrado y no perderse a sí mismo, el investigador construye su choza junto a la torre de la ciencia para que pueda servirle de ayuda y encontrar él mismo protección bajo ese baluarte ya existente. De hecho necesita protección, puesto que existen fuerzas terribles que constantemente le amenazan y que oponen a la verdad científica “verdades” de un tipo completamente diferente con las más diversas etiquetas.

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Hay períodos en los que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan juntos; el uno angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la abstracción; es tan irracional el último como poco artístico el primero. Ambos ansían dominar la vida: éste sabiendo afrontar las necesidades más imperiosas mediante previsión, prudencia y regularidad; aquél sin ver, como “héroe desbordante de alegría”, esas necesidades y tomando como real solamente la vida disfrazada de apariencia y belleza.

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