Lévinas afirma la anterioridad primordial de la infinitud por sobre la finitud. Rechaza, sin embargo, la identidad devenida de ambas a través de la totalización perpetradapor medio de un relato filosofante de la historia, suprema astucia de
la Razón: Lévinas quisiera, en cambio, conservar la exterioridad irreductible
del infinito, como una reserva inagotable de Razón, a partir de la cual la conciencia moral pueda por siempre pasar su juicio sobre la historia.
...
La crítica a la ontología heideggeriana en cuanto “filosofía del poder [...] de la injusticia [que] permanece en la obediencia a lo anónimo y conduce finalmente [más allá de su oposición a la pasión tecnológica] a la dominación imperialista, a la tiranía” (Lévinas 1992 38)
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Y más adelante dice: “todo objeto se propone al goce –categoría
universal de la empiria–, incluso aunque yo me haga de un objetoutensilio,
aunque lo manipule como un Zeug” (Lévinas 1992 140).
El goce es, primordialmente, inmersión en un “elemento”: “Es el
viento, la tierra, el mar, el cielo, el aire”, especifica Lévinas (1992 139).
El elemento es una profundidad que nos ofrece siempre una sola
cara, y que, a diferencia del objeto, no se puede circundar: estamos
ya siempre inmersos en él. “Lo que esconde la cara del elemento
vuelta hacia mí no es un ‘algo’ susceptible de revelarse, sino una profundidad
siempre renovada de la ausencia, existencia sin existente,
lo impersonal por excelencia” (id. 151). De ahí que el goce primordial
del elemento sea a la vez “carente de seguridad” (ibid.), y que el elemento
posea un “formato mítico” al cual están asociados terrores y
conjuros primordiales.
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Denunciando la soberanía de los poderes técnicos del ser humano,
Heidegger exalta los poderes pre-técnicos de la posesión. Sus análisis no
parten por cierto de la cosa-objeto, pero llevan la marca de los vastos
paisajes a los cuales las cosas se refieren [...]. Filosofía del poder, la ontología,
como filosofía primera, que no pone en cuestión al Mismo, es
una filosofía de la injusticia. La filosofía heideggeriana, que subordina
la relación con el Otro a la relación con el ser en general –incluso aunque
se oponga a la pasión técnica surgida del olvido del ser, oculto por el
ente–, se mantiene en la obediencia a lo anónimo y conduce, fatalmente,
a otro poder, a la dominación imperialista, a la tiranía. Tiranía que no
es la extensión pura y simple de la técnica sobre los hombres reificados. Se remonta a los “estados de alma” paganos, al enraizamiento en el suelo,
a la adoración que los hombres sometidos a la servidumbre pueden
dedicar a sus amos. (1992 37-38)
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La máquina de la totalización
se pone en marcha, alimentada ahora por el combustible
aportado por la ontología pragmática. De hecho, como ya se ha dicho
anteriormente, la crítica de Ser y tiempo al cartesianismo puede
ser digerida en su totalidad por el pragmatismo: basta para ello (este
es el aspecto del pragmatismo que me interesa destacar aquí) con
considerar que los conceptos, y los objetos que son su correlato, no
constituyen sino una forma más sofisticada de Zeuge que el legendario
martillo que sirve de ejemplo de la Zuhandenheit a Heidegger en
Ser y tiempo: equipamiento necesario para la práctica instrumental
a partir de un cierto nivel de desarrollo de la técnica, la tecnología:
tal práctica, a diferencia de las prácticas artesanales, enraizadas
en la costumbre, incluye la inferencia conceptual. En particular, la
tecnología requiere de la llamada “inferencia práctica”, tanto como
de vigas de acero u hornos de fundición.6
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La ya mencionada sección II de Totalidad e infinito,
“Interioridad y economía”, constituye, por su parte, la versión
lévinasiana de la mundaneidad del mundo: en ella se tematizan formas
de estancia en el mundo, como son el goce y el habitar, anteriores
tanto a la equipamentalidad heideggeriana como a la objetividad cartesiana
...
[Caso límite] en el cual la necesidad se impone por sobre el goce,
la condición proletaria condenada al trabajo maldito, en el cual la indigencia
de la existencia corporal no encuentra, ni refugio, ni descanso en
lo suyo [...] es el mundo absurdo de la Geworfenheit. (Lévinas 1992 156)
Geworfenheit, ‘condición de arrojado’, es, sabemos, una de las
determinaciones primordiales del Dasein, es decir, en la terminología
heideggeriana, un “existencial” (Existenzial). “El término
‘condición de arrojado’ mienta la facticidad de la entrega a sí mismo
[...]. La facticidad [es] un carácter del ser del Dasein, asumido en la
existencia, aunque, por lo pronto, reprimido” (Heidegger 1998 159,
énfasis del original).
El “caso límite”, entonces, puede ser entendido, en términos heideggerianos,
como Geworfenheit: mundo absurdo, históricamente situado, que Ser y tiempo, sin embargo, deshistoriza. Y la primera de las omisiones que esta deshistorización impondría es, como ya lo he anticipado, la del goce en cuanto determinación primordial de la existencia humana. Escribe Lévinas: Las cosas de las cuales vivimos no son instrumentos, ni tampoco utensilios, en el sentido heideggeriano del término. Su existencia no se agota en el esquematismo utilitario que los designa como martillos, agujas o máquinas. Ellas son siempre, en cierto sentido –e incluso los
martillos, las agujas y máquinas lo son–, objetos de goce, desde ya ornamentados,
embellecidos. Aún más, dado que el recurso al instrumento supone la finalidad y marca una dependencia con relación al otro, vivir designa la independencia misma, la independencia del goce y de su felicidad que es el diseño original de toda independencia. (1992 113)
Este mundo, en vías de totalización por la tecnología, es el que
Heidegger nos presenta en Ser y tiempo: un mundo en el cual, como
ya lo anticipé, y como enfáticamente lo afirma Heidegger, todos los
entes, incluidos los pertenecientes a la naturaleza, quedan fundados
ontológicamente en la estructura del ser-disponible y la totalidad
equipamental. Escribe Heidegger: “el bosque es reserva forestal, el
cerro es cantera, el río, energía hidráulica, el viento es viento ‘en las
velas’ [...] el estar a la mano es la determinación ontológico-categorial
del ente tal como es ‘en sí’” (1998 98-99, énfasis del original).
Para Lévinas, en cambio, “los sentidos tienen un sentido no predeterminado
como objetivación” (1992 204): su determinación, en tal
dirección, no es sino el producto de una encrucijada histórica, que
puede ser entendida como el surgimiento de la civilización industrial
de la Modernidad. Así, en palabras de Lévinas, tal destino “no es
producto de un azar y por consecuencia puede expandirse en civilización”
(id. 205).
Pensar un plus-de-goce más allá de toda destinación objetivante
es una posibilidad que Lévinas percibe ya en Kant.
...
Y si bien Kant hace de este espacio
y de estas formas condiciones de la experiencia de objetos, Lévinas
observa la no-necesidad de este paso, y la posibilidad de insertar allí
una “fenomenología de la sensación en cuanto goce” (1992 205).
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el goce ha
sido fagocitado por la objetividad), este plus-de-goce, y con él la tendencia
al mito, queda disponible para constituir algo así como la cara
obscura del iluminismo de la técnica planetaria.7 De hecho, estos dos
polos, la apelación al mito y la simultánea apología futurista de la técnica,
son rasgos del nazismo, que una “filosofía del hitlerismo”, como
la que Lévinas se propuso desarrollar críticamente en 1934, debiera
esforzarse por comprender en su integral dialéctica.
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La visualidad, lo sabemos, y sería ocioso aquí acumular etimologías
griegas para ponerlo en evidencia, se encuentra en la base de las
pretensiones iluministas de la Razón. No obstante, este privilegio de
la visión (y del tacto, agrega Lévinas) no hace sino sumir a la pretendida
Razón, así fundada, en el formato mítico del elemento; de allí la
identidad profunda entre razón y mito, como la que Horkheimer y
Adorno supieron discernir en su Dialéctica del Iluminismo. En efecto,
como lo muestra Lévinas:
Estamos en la luz en la medida en que encontramos la cosa en la
nada. La luz [...] vacía el espacio [...]; así, para la visión y el tacto, un ente
viene como de la nada y allí, precisamente, reside su prestigio filosófico
tradicional [...]; en la luz de la generalidad que no existe, se establece la
relación con lo individual. En Heidegger, una apertura sobre el ser que
no es un ente –que no es un “algo”– es necesaria para que, de modo
general, un “algo” se manifieste [...]. La inteligencia del ente consiste en
ir más allá del ente, a lo abierto precisamente. Comprender el ente particular
es aprehenderlo a partir de un claro que él no llena. (1992 206-207)
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En otras palabras, Heidegger habría
confundido la experiencia trascendente del ser (tal como se vive en la
angustia) con la experiencia de la náusea lévinasiana ante el infinito
malo, el apeiron, la inseguridad que es la contracara del goce en el elemento.
8 De ahí su apelación a un Dios sin rostro –“sólo un Dios puede
aún salvarnos” (Heidegger 1989 71)–: tales “dioses impersonales a los
cuales no se habla”, dice Lévinas, “marcan la nada que bordea el egoísmo
del goce, en el seno de la familiaridad con el elemento” (1992 151).
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El espacio iluminado”, afirma también Lévinas, “no es el intervalo
absoluto” (1992 208). ‘Absoluto’ (absolu), ab alio solutum, traduce
kathautó, ‘lo que es por sí mismo’, lo separado de todo lo demás; lo que
la tradición ha nominado (entre otros nombres, también se podría decir
“substancia”) “lo incondicionado”. La cuestión heideggeriana del
ser no está a la altura de la exigencia implícita en este y otros términos
de la tradición metafísica. Para ello, dirá Lévinas, hay que introducir
el intervalo, ahora sí absoluto, entre un ente que se define por y en
su separación, y el Otro (Autrui), cuya alteridad es constitutiva.
...
La orientación estética que el ser humano confiere al conjunto de
su mundo representa, en un plano superior, un retorno al goce y a lo
elemental [...]. Los útiles y utensilios, que suponen ellos mismos el goce,
se ofrecen a su vez al goce. Son juguetes: el bello encendedor, el hermoso
vehículo. Se engalanan con artes decorativas, se sumergen en lo bello,
en lo cual toda superación del goce retorna al goce. (Lévinas 1992 149)
...
Insistamos por
ahora solamente en que el habitar, junto con el goce, no constituyen
meros fenómenos contingentes que pudiesen o no acaecer al sujeto,
sino determinaciones mismas del ser, en el seno del cual se introduce
algo así como una plegatura. Y tal plegatura no es sino el propio sujeto
“separado”, refractario a toda “totalización”, a toda disolución de
su irreductible singularidad en el corrosivo medio del concepto; para
tal sujeto, “el rechazo del concepto no es aquí solamente uno de los
aspectos de su ser, sino que constituye todo su contenido –es interioridad–”
(Lévinas 1992 122). Pero sobre este papel ontológico del habitar
escribe Lévinas:
El aislamiento de la habitación no suscita mágicamente, no provoca
“químicamente” el recogimiento, la subjetividad humana. Es necesario
invertir los términos: el recogimiento, obra de separación, se concretiza
como existencia en una morada, como existencia económica.[11] Porque
el yo que existe recogiéndose es el que se refugia empíricamente en una
habitación. (1992 164)
...
el habitar y el goce no se limitan a desempeñar
un papel ontológico: se proyectan al plano ético. En efecto, ético es
para Lévinas aquel evento (y sólo él) que acaece a un sujeto primordialmente
autosuficiente, egoísta, autóctono (es decir: “separado”,
“Mismo”), que goza y habita, pero sobre el cual irrumpe, desde una
“exterioridad”, desde una temporalidad anterior (u ortogonal) a la
de toda historia, una exigencia asimétrica e infinita: la que emana
del rostro desnudo e indefenso del Otro (Autrui).
El evento ético constituye más bien palabra, mandamiento,
enseñanza. Por parte del Mismo, tal evento en el “curvado”
espacio ético puede ser leído como deseo: un deseo que no es mera
privación, pues lo deseado no es un “algo” que pudiese colmarlo,
sino, a su vez, el deseo mismo.
http://www.revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/viewFile/11391/22186
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