lunes, 15 de noviembre de 2010

Prudencia

Hobbes nos dice en su “Leviatán” que sin un contrato social “los hombres viven sin otra seguridad que sus propias fuerzas...” Autores como John Stuart Mill, en cambio, nos plantean que en libertad, el ser humano también se inclina hacia condiciones de intercambio social justas. Con todo, siempre habrán intereses particulares que defender (el derecho a la intimidad y la propiedad privada por ejemplo). No nos es posible imaginar un mundo donde todos sean virtuosos –y libres- por naturaleza. El ser humano, por el contrario, necesita leyes y un contrato social que restringa y organice su deseo. Ahora bien, la libertad del ser humano también contempla en su naturaleza la inclinación hacia el bien. Tendremos que averiguar entonces cuáles son los elementos que componen esta naturaleza para saber cómo se puede vivir de manera justa, feliz y honesta. Aristóteles nos dirá que "son tres en el alma los elementos que rigen la acción y la verdad: sensación, intelecto y deseo”.

El que sitúa el placer sensible como meta y causa de su actividad, seguramente buscará obtener riquezas para satisfacer su deseo, llegando incluso, a creer que esa es la forma correcta de vivir. Séneca, en ese sentido, nos dice que “el hombre sumido en los placeres, siempre ahíto y ebrio, por saber que vive con placer, cree vivir también con virtud;... Y así pierden lo único bueno que tenían entre sus males, la vergüenza del pecado” . Una sociedad que legitime y fomente este tipo de vida (como ocurre en la actualidad con el libertinaje económico) ha de asumir ciertos costos: un estado de beligerancia constante por la apropiación y la defensa de las riquezas; luego, el hedonismo y el individualismo que generan las riquezas, atentan contra la libertad y la dignidad de los más débiles, pues las riquezas desmedidas, se obtienen gracias al sudor de otros, a los que se les priva el usufructo. Esta situación de explotación e inequidad, es la que produce la envidia, el resentimiento y la lucha de clases, junto con la codicia y la deshonestidad de uno y otro bando con las cosas materiales y todo lo que se ordena a una situación de poder.

Ahora bien, al menos se debe atribuir cierta legitimidad a nuestras inclinaciones primarias al placer. En ese sentido, Aristóteles señala que "el placer es deseable por sí mismo" y que además, es “lo que se da en el ahora como una totalidad” . El placer, por tanto, deja una huella inmediata sobre la experiencia que la memoria recoge como representación mental para su posterior restitución. Freud, por su parte, sospechó con “justicia clínica” que el uso excesivo de la racionalidad (mediante contratos e imperativos categóricos) reprime de manera absoluta las satisfacciones sensibles. Sin embargo, el deseo de placer no desaparece, sino que permanece disociado de su representación, bajo una forma de satisfacción inconsciente que se adolece como malestar psíquico. Es por esta razón clínica, que podemos pensar que las leyes deben guiar el deseo de placer en vez de reprimirlo. De ahí que tengamos que preguntarnos ¿son nuestras inclinaciones primarias, excluyentes y contrarias a una vida justa? Desde la perspectiva de Hobbes sí; desde la perspectiva de Aristóteles, en cambio, podremos ofrecer una visión más completa de la naturaleza humana que conviene revisar.

Aristóteles nos dirá, que también es muy común buscar el honor para obtener la felicidad. La RAE define su concepto de esta forma: “gloria o buena reputación que sigue a la virtud, al mérito, o a las acciones heroicas...” . El honor, por tanto, es necesario para llevar una vida recta -ceñida a las reglas- y a una vocación de servicio que se sitúe más allá del placer y del bien particular que ello pueda ofrecer. Evidentemente, podremos decir que los héroes son personas que responden a este fenotipo, sin embargo, no hemos de suponer por ello que los héroes son completamente felices. Es coherente pensar, en cambio, que la renuncia radical al placer produce estados de neurosis y malestar que entorpecen la felicidad plena. Además, las opiniones externas sobre el honor son siempre cambiantes: quizás por un chisme, la persona que fue antaño un héroe puede convertirse en un villano mientras la admiración, generalmente es proporcional a estados inversos de envidia. ¿Nos queda entonces alguna alternativa para actuar conforme a nuestra naturaleza siendo honestos, justos y felices?

En el libro VI de su Ética, el estagirita da un paso importante en busca de una respuesta satisfactoria a dicha interrogante. Nos señala que "la prudencia atañe a las cosas sobre las que es posible deliberar... (y que), versa sobre la justa medida entre el exceso y el defecto" . De hecho, no podemos aplicar una misma medida a todas las cosas concernientes a la acción, pero si lo podemos hacer en cambio cuando juzgamos la veracidad de asuntos intelectuales –que por definición, no pueden ser de otra forma. La prudencia obedece a estas verdades para dar órdenes a la acción, es decir, para organizar la vida política del individuo sobre cuestiones concernientes a la obtención del placer, la rectitud moral y la posibilidad de ser feliz.

Por su parte, la vida del sabio que renuncia al trato con la gente, podrá quizá hallar la felicidad inteligiendo la verdad o en el sentimiento de algo divino. Ahora bien, aunque el sabio “pueda ejercer la contemplación incluso estando en aislamiento , su contemplación y su autarquía no son garantías para la obtención de la felicidad. En dicha lógica, Aristóteles nos dice que “la autosuficiencia no la referimos a uno en soledad… (ya que) el ser humano es un ser político por naturaleza” . La sabiduría, además, no considera nada por lo que el hombre vaya a ser feliz, porque al ocuparse de los primeros principios, corre el peligro de descuidar el fin último y particular de la acción política y del bienestar personal. De esta suerte, podemos añadir a la tesis de Hobbes que también el ser humano se inclina por naturaleza hacia el bien social.

Hay un fragmento revelador en los Soliloquios de Agustín sobre este respecto, de si se debe renunciar a todos los placeres mundanos o aplicar en cambio sobre ellos una justa medida: “(Agustín le pregunta a su madre) ¿qué sucede cuando el que abunda y rebosa en bienes establece una medida a su deseo, y satisfecho con ello, goza decente y alegremente? ¿no te parece que es feliz? - No lo será -respondió ella- no por causa de esos bienes, sino por la moderación con que los disfruta...” De este argumento se puede decir lo siguiente: es verdad que cuando por naturaleza queremos obtener lo mejor, si se restringe esa posibilidad, queda en nosotros la idea y la afección sensible de una cosa incompleta. Luego, nuestra felicidad no será plena porque nadie puede satisfacerse en plenitud en la obtención de cosas a medias. Ahora bien, se puede objetar que la prudencia, al provenir de una verdad intelectual, ordena y modera el goce sensible a la vez que aumenta y conserva un goce más pleno, profundo y conforme a nuestra naturaleza específica. Pues bien, lo específico del ser humano es inteligir la verdad y obrar conforme a la prudencia. Esto es así, porque el deseo necesita de una virtud elevada que regule sus tendencias genéricas, propias también de los animales, en el establecimiento de vínculos sociales y en la obtencion de riquezas, honores y placer.

¿Es posible gozar de la abundancia de bienes materiales con honestidad y justicia? La abundancia concentrada en una sola persona -o en unos pocos- es una forma injusta de convivencia social, pues no sólo produce envidias y una constante lucha por su obtención, sino también altera la posibilidad de obrar conforme a nuestra naturaleza específica. La abundancia de bienes materiales puede ser vista, de este modo, de dos maneras; desde la dimensión sensible de nuestra naturaleza animal como un exceso (de bienes materiales), y segundo, desde la dimensión de nuestra naturaleza intelectual como un defecto (de las facultades contemplativas que favorecen la vida frugal). El honesto esfuerzo humano, debe supeditar entonces la obtención y el goce de las riquezas, a la virtud que le es específica a su condición humana -en cuanto es capaz de deliberar sobre la justa medida. Séneca afirma, que cuando ello ocurre así, "nos viene una alegría constante, y al mismo tiempo la paz y la armonía del alma” ., pues el que obra conforme a su naturaleza interna, logra una felicidad más plena que el que se ciñe en su conducta y en su goce a una u otra tendencia del exterior (ya sea esta la abundancia de bienes o los excesivos elogios de la muchedumbre). Una alegría constante y un gozo que viene desde lo hondo, moderan el placer de las cosas contingentes. A su vez, y solo en la medida en que se practique la prudencia, el ejercicio justo y honesto del hombre virtuoso se perfecciona con el placer.

En conclusión, la superioridad de la prudencia se justifica en la autarquía de su fuerza interna (proveniente de verdades contemplativas) y en su conformidad a una concepción más completa y armónica de la naturaleza humana –ya que considera la posibilidad de gozar honesta y justamente de los bienes externos pero aplicándoles una medida interna –muy diferente a la visión dicotómica y contractualista de Hobbes sobre la necesidad de medir el deseo únicamente desde una ley externa. El deseo humano, por tanto, debe ser educado y habituado en el ejercicio de la prudencia (y si es posible, en la frugalidad de los placeres y la humildad frente a los elogios).



Bibliografía

1. “Ética a Nicómaco”. Aristóteles. Ed. Alianza. trad. José Luis Calvo Martínez. 2001
2. “Soliloquios”. San Agustín. Ed. Lumen.
3. “Sobre la Felicidad”. Séneca. http://www.worcel.com/seneca/sen12.htm
4. “La felicidad”. Lecciones de una nueva ciencia. Ed. Taurus. trad. Victoria Gordo del Rey y Moisés Ramírez
5. Real Academia de la lengua Española (RAE). Vigésima segunda edición. 2001
6. Leviatán, en FERNÁNDEZ PARDO, C. A. (comp.) (1977): Teoría política y modernidad, Buenos

No hay comentarios: